Cultura 25
Los santos, memoria viva
La memoria de estos hombres «hace trizas la costra de disquisiciones ideológicas entre leyendas negras en las que puede encontrarse atrapado y disminuido el evento cristiano». Un ejemplo lo encontramos en Luis Beltrán, primer santo –valenciano– que pisó tierra americana. Aunque débil de salud, «transcurre siete años atravesando ríos y montes, durmiendo en selvas infestadas por osos, tigres y serpientes». El misionero no conoce descanso: «predica, bautiza, lucha contra supersticiones e idolatrías, defiende a los indígenas» hasta el punto de poner en peligro su vida, ya que en dos ocasiones intentaron envenenarlo. Pero «vivió protegiendo a sus indios contra la avidez y la crueldad» de los encomenderos.
Otra gran figura que ilustra el ardor misionero fue santo Toribio de Mogrovejo. Recién llegado a Perú «convocó el III Concilio provincial de Lima, con la participación de los obispos de toda América del Sur». Este concilio «se ocupó sobre todo de la promoción humana y cristiana de los indígenas y de la reforma del clero». De hecho, el Catecismo de Lima fue elaborado con base en las preocupaciones e indicaciones, redactado en castellano, quechua y aymará, fue el primer libro impreso en América del Sur en 1584.
Muchos de los 25 años de gobierno de santo Toribio transcurrieron en visitas pastorales. De la tercera, comenzada en 1605, no regresó con vida. Visitó, a caballo, centenares de aldeas, «mostrando severidad frente a los abusos de clérigos, colonos, encomenderos y corregidores, denunciando la explotación en el trabajo en las minas y las haciendas... y conviviendo con los indios –“nuestros hijos más queridos”–. Falleció entre ellos en una iglesia de una pobre aldea andina».
Vasco de Quiroga fue protagonista en la creación de los pueblos hospitales, «experiencias que terminaron con los sacrificios humanos, enseñaron a los indígenas a trabajar unidos en actividades agrícolas y artesanales, y los ayudaron a crecer humana y cristianamente». Estos pueblos y las prolíficas reducciones jesuitas constatan el crecimiento misionero en el continente descubierto.
Mención especial merece para Carriquiry «el jesuita Pedro Claver, a quien le correspondió la tarea de abrir caminos de solidaridad y evangelización entre los esclavos negros desembarcados en Cartagena, procedentes de las costas africanas y amontonados en los bodegones del puerto antes de ser enviados a las plantaciones tropicales o al servicio de los señores». Durante 34 años venció «el hedor insoportable, la náusea y el desfallecimiento en esos antros de sufrimiento. Apenas atracaba el barco, ya estaba, allí curando heridas, dando de comer, lavando inmundicias...», recuerda el uruguayo. «En Cartagena de Indias hay una estatua del santo que con el aire del mar se ha ennegrecido y al mirarla los negros piensan que Claver debía haber sido negro, como ellos. Si no, ¿cómo hubiera podido amarlos tanto?».