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La nona Rosa y la matrona Palanconi

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El Papa no se limita en este libro a responder a las cartas de varios abuelos. Él mismo se presenta como un abuelo más y comparte recuerdos que han marcado su vida. Comenzando por la la matrona que lo trajo al mundo. «Cuando la señora Palanconi se presentaba en casa con su maletín, todos entendíamo­s que estaba a punto de llegar un hermanito o hermanita, y todos esperábamo­s con ilusión», recuerda Jorge Bergoglio. «Yo era el hijo mayor y vi nacer a todos mis hermanos», otros dos niños y dos niñas.

En la memoria de Francisco han quedado grabados rostros como los de Domenico y Dora, una pareja de ancianos que irradiaba «el amor de toda una vida». Al Pontífice le enternece recordar cómo, tras enviudar, la mujer acudía regularmen­te al cementerio a depositar flores en la tumba de su esposo.

Habla también de una vecina siciliana, madre soltera con dos hijos, que dos veces a la semana ayudaba a su madre en las labores domésticas. «¡Qué fortaleza la suya! Nunca la vi triste», recuerda el Papa. Siendo ya obispo, Bergoglio retomó el contacto con la mujer, quien le regaló en uno de sus encuentros una medalla del Sagrado Corazón. Francisco la lleva siempre «cerca del pecho, bajo la sotana blanca». «Me ayuda –asegura– a encarar mis luchas cada día como lo hacía quien me la regaló».

Y no podían faltar en estos relatos sus cuatro abuelos, entre ellos su famosa nona Rosa, que le escribió unas palabras el día de su ordenación sacerdotal que el Papa guarda celosament­e en su breviario y confiesa que lee a menudo.

Vuelve a aparecer el tema de la muerte cuando el Papa recuerda cómo sus abuelos afrontaron sus últimos momentos. «Salvo uno, estuve con todos ellos cuando murieron», cuenta. «Todos estaban preparados. No puedo olvidar el testimonio de mis abuelos, el modo en que se prepararon y avanzaron consciente­mente hacia la muerte».

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