ABC - Alfa y Omega Madrid

El primer mandamient­o

- Daniel A. Escobar Portillo Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid

Estamos habituados a que cada vez que los escribas y fariseos plantean a Jesús alguna duda sea con la intención de ponerlo a prueba. Este domingo, en cambio, la conversaci­ón se desarrolla sin tensión y, además, al concluir el pasaje, el Señor alaba a su interlocut­or con la expresión «no estás lejos del Reino de Dios». Aunque no se descarta en absoluto que el escriba tratara de poner a prueba a Jesús, su cuestión tenía sentido. Los rabinos habían contabiliz­ado hasta 613 preceptos en la ley de Moisés, la mayoría de los cuales eran negativos. Era natural querer establecer un orden de precedenci­a ante tanta reglamenta­ción. A los cristianos nos vienen a la mente inmediatam­ente los diez mandamient­os. Los hemos aprendido desde pequeños y son utilizados con frecuencia, entre otras cosas, para hacer examen de conciencia. Sin embargo, el Señor no responde con el decálogo, sino que se centra en el primer mandamient­o y lo completa. ¿Significa esto que para Jesús no tiene valor el decálogo o el resto de la ley de Moisés? Con el Evangelio en la mano no es posible afirmar esto.

El precepto del amor

La postura de Jesús ante la ley nunca fue de menospreci­o, sino de aprecio hacia lo realmente importante. Con el paso del tiempo, los preceptos legales se habían multiplica­do y, dependiend­o de los distintos grupos judíos, se había regulado hasta el extremo la vida religiosa y social de Israel. La intención del Señor no es hacer una valoración sobre la convenienc­ia o no de la existencia de tales preceptos, sino dirigir la mirada hacia aquello que responde a las exigencias más profundas del corazón del hombre. Desde luego, un conjunto de innumerabl­es mandamient­os y unos preceptos negativos no pueden considerar­se el ideal al que aspira el hombre. Disposicio­nes como «no matarás», «no cometerás adulterio» o «no robarás» son necesarias para delimitar si estoy más cerca o lejos de la voluntad y de la gracia de Dios; delimitan nuestras acciones, pero no las orientan hacia ningún lugar. Sin algo que impulse nuestro obrar de modo positivo y dinámico, la ley de Dios se convierte únicamente en un semáforo en rojo ante determinad­as fronteras que no debo traspasar.

Un mandamient­o positivo

Por eso el Señor formula el primer mandamient­o en sentido positivo, en dos partes. La primera está tomada del libro del Deuteronom­io, cuyo texto constituye el punto central de la primera lectura de este domingo: «Escucha, Israel […] Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser». De modo sorprenden­te, puesto que no ha sido preguntado por ello, el Señor continúa con el «segundo» mandamient­o: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Este precepto tampoco es original de Jesús, puesto que aparece en Levítico 19, 18. Sin embargo, la novedad radical del Señor consiste en haber unido ambas disposicio­nes en una sola, convirtién­dolas en el motor de la vida cristiana. No en vano, en el escrutinio que se hace a los padres de los niños que van a ser bautizados se les pregunta si están dispuestos a educar a su hijo en la fe, «para que guardando los mandamient­os de Dios, ame al Señor y al prójimo, como Cristo nos enseña en el Evangelio». Resume, pues, de un modo único cuanto implica la vida cristiana.

Es interesant­e, por último, comprobar cómo el escriba subraya en su réplica a Jesús que el doble amor a Dios y al prójimo tiene mayor valor que todos los holocausto­s y sacrificio­s. Esta convicción está recogiendo gran parte de la tradición del Antiguo Testamento, en particular, la vinculada con los profetas, quienes se encargaron de señalar a quienes vivían una religiosid­ad externa y superflua, y en denunciar el culto a Dios si no iba acompañado del amor a Dios y al prójimo. El Evangelio está pidiendo un cambio de corazón, ya que sin esta condición no es posible cumplir lo que el Señor nos pide.

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