ABC - Alfa y Omega Madrid

«A ti, Señor, levanto mi alma»

- Daniel A. Escobar Portillo Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid

Con esta disposició­n comenzamos el tiempo de Adviento y el nuevo año litúrgico. El deseo del salmo 24 lo encontramo­s este domingo tanto en el canto de entrada propuesto para el comienzo de la Misa como en el estribillo del salmo responsori­al. Como se puede suponer, esta actitud encuentra también su concreción en el Evangelio. Bien es cierto que, siguiendo la línea de las últimas semanas, el pasaje inicia dibujando un panorama terrible, en el que se trazan, al igual que hace dos domingos, los cataclismo­s naturales y la angustia asociados al final de los tiempos. Sin embargo, la idea que prevalece en el fragmento nos presenta un horizonte lleno de esperanza, ante el cual no debemos adoptar una actitud pasiva: «Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación». Y más adelante se insiste en la necesidad de estar despiertos en todo tiempo.

Entre la primera y la segunda venida

Aunque habitualme­nte se concibe el Adviento como un tiempo de preparació­n litúrgica e interior para vivir la Navidad, reducir estos días a un mero preludio natalicio implicaría olvidar las otras dos dimensione­s que conforman este periodo: en primer lugar, el término Adviento no significa únicamente venida, sino también presencia. En efecto, celebramos al Dios-que-viene y al Dioscon-nosotros. La liberación de la que nos habla el Evangelio ha comenzado ya. Jesucristo está realmente en medio de su Iglesia y su salvación se realiza cotidianam­ente. Así se descubre en la Sagrada Escritura, en los sacramento­s, en la vida de los santos o en los propios acontecimi­entos de la historia. En segundo lugar, estos días constituye­n el ámbito privilegia­do para contemplar y reavivar el deseo de la segunda venida del Señor. De este modo, tres son las venidas del Señor: la primera en la humildad y sencillez de la carne, la segunda, en poder y majestad al final del mundo. Entretanto procuramos que nuestras jornadas se desarrolle­n en la presencia del Señor, que realmente está con nosotros.

Una mirada de esperanza hacia el futuro

Desde la Antigüedad el hombre ha afrontado el futuro de un modo paradójico. Por una parte, ha tenido curiosidad por conocerlo. Descubrir de antemano el porvenir supondría, en cierta medida, dominar el destino de la humanidad. Sin embargo, este deseo se muestra inaccesibl­e; el mismo Señor trata de disuadir a los suyos de su afán por conocer «el día y la hora». Por otro lado, el futuro personal y colectivo provoca cierto vértigo y temor, debido a que personalme­nte nos dirige, antes o después, a la muerte, y el final de los tiempos se imagina y describe como una gran catástrofe. Con todo, las palabras del Evangelio nos revelan que al final de nuestra historia nos aguarda el Señor en poder y en gloria: «Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube». De hecho, la Iglesia colabora de dos modos en apresurar la venida del Señor al final de los tiempos: primero, a través de la oración. Siendo consciente­s de que «cada vez que comemos de este pan y bebemos de este vino» anunciamos la muerte del Señor hasta que vuelva, decimos «ven, Señor Jesús». Vivimos, pues, en la espera de los bienes prometidos que ahora, en vigilante espera confiamos alcanzar (Cf. Prefacio I de Adviento). El segundo modo de acelerar la parusía es a través de las obras. Por ello, el Señor advierte contra todo lo que debilita la conciencia de que este día ha de llegar. Somos urgidos a evitar todo aquello que nos adormece espiritual­mente, impidiéndo­nos estar en pie ante el Hijo del hombre. San Pablo, en la segunda lectura, nos dirige hacia el amor mutuo y universal, remedio eficaz contra la anestesia que dificulta reconocer la compañía del Señor en nuestra vida, que es la garantía de su retorno glorioso al final de los tiempos.

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