«Francisco es Evangelio encarnado en el encuentro»
«La idea del libro fue mía, el Papa no pidió nada». Wolton, cuyos trabajos en comunicación contemporánea son un referente a nivel mundial, llevaba tiempo interesado en la forma espontánea y directa que tiene Francisco de transmitir su mensaje. «Preparando un trabajo, concebí el plan del libro, que envié al Vaticano, junto a mi currículum y una carta de motivación». En Roma no conocía a nadie. Mes y medio después, recibió un correo electrónico de la Casa Pontificia: «El Papa le recibe tal día a tal hora». Feliz a la par que preocupado, acudió a Roma, creyendo que Francisco solo quería mantener una charla con él.
Hasta que el traductor le sugirió empezar la tanda de entrevistas.
No tenía grabadora ni había esbozado las preguntas. Solo sabía que una audiencia duraba veinte minutos. Estuve hora y media. Todo transcurrió muy bien. Pero no me precisó el número de entrevistas que íbamos a celebrar ni los temas que íbamos a abordar. Por fin, durante la cuarta o quinta entrevista, le pregunté si estaba de acuerdo con el principio del libro.
¿Qué contestó?
Que por supuesto. Le pregunté si hacía falta que le enviara las preguntas previamente. Respuesta: «Hágalo si quiere, pero no las pienso leer». Una confianza excepcional para un agnóstico como yo.
¿Por qué el Papa aceptó conversar con un intelectual laico y francés?
Porque creo que el Papa está algo asfixiado por los canales oficiales de la Iglesia. Un cardenal me dijo que yo había ganado –las peticiones de entrevista con el Papa abundan– porque mi libro estaba centrado
en la política. Hace 30 años, cuando escribí el libro con el cardenal Lustiger, tuve que hacer un estudio exhaustivo de los Evangelios, de la doctrina y de la historia de la Iglesia. Esta vez solo me centré en lo que me interesa: la comunicación política mundial.
¿Cómo logró interesar al Papa?
Estoy seguro de que le fascinan los intelectuales franceses: son unos pelmazos, pero hablan bien. Por otra parte, mi trabajo venía bien amarrado, mi trayectoria me avala. Esto último fue una de las dos condiciones.
¿Cuál fue la otra?
Igual fue mi sentido del humor. Le admiro, pero no siempre soy respetuoso. Asimismo, me gusta la gente que sabe distanciarse de su cargo. La sencillez de este hombre me impactó.
¿No afecta tanta sencillez a las exigencias de la representación simbólica?
El Papa tiene un defecto: está tan inmerso en la comunicación que no se da cuenta
que está siendo despedazado por editores y periodistas. Le dije que la comunicación le estaba confundiendo y que debía guardar algo más de distancia simbólica, sobre todo siendo tan popular. Sigo creyendo que es un error.
Algunos le reprochan que habla demasiado.
Probablemente. Pero se entiende: tiene 81 años y tiene prisa. El Papa ha sido muy disciplinado durante seis décadas. Estoy seguro de que se dice a sí mismo: o hablo ahora o ya no hablaré nunca. No lo sé con seguridad, pero creo que es menos conformista ahora que hace 30 años. Está más vivo e indignado. Desde su atalaya, observa todas las injusticas y desigualdades, lo que potencia su indignación. Está más politizado ahora que antes. No le gustan los poderosos.
¿En qué sentido?
No tiene nada contra ellos, pero no le gusta que no asuman sus responsabilidades.
¿Qué parte de misterio y de distancia ha de conservar
su mensaje –con su carga de autoridad moral y política– en un mundo en el que la información circula a una velocidad vertiginosa?
No lo sé, pero sí existe el riesgo de que al cabo del tiempo, sus enemigos aprovecharan un exceso de palabra. Me permití decirle que era tan sencillo y comprensible, que una cierta dosis de misterio es necesaria. El poder, ya sea el religioso, el económico, el político o el militar, precisa de algo de misterio.
Del misterio a la fe: ¿cómo definiría la fe del Papa?
Es muy razonada, es una fe diaria, el Papa es muy franciscano en su comportamiento. No necesita símbolos; es el Evangelio encarnado en el encuentro: siempre va hacia el otro. Es una fe de contacto.
«Estoy seguro de que el Papa se dice a sí mismo: o hablo ahora, o no hablo nunca»