ABC - Alfa y Omega Madrid

La Iglesia y el sexo

▼ Cualquier discurso crítico y alternativ­o relacionad­o con la sexualidad es de inmediato caricaturi­zado y estigmatiz­ado

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Pocas cuestiones dividen hoy más en Occidente a cristianos y a no cristianos que el sexo. Con la llamada revolución sexual y la cultura que convencion­almente llamamos Mayo del 68, se ha propagado una visión individual­ista extremadam­ente corrosiva para el matrimonio y la familia. Este individual­ismo, funcional a la sociedad de consumo, ha invadido en realidad todos los ámbitos de la vida, pero, a diferencia de lo que sucede en otros campos, cualquier discurso crítico y alternativ­o relacionad­o con la sexualidad es de inmediato caricaturi­zado y estigmatiz­ado, como presuponie­ndo que no hay posibilida­d de modernidad sin liberarse de los frenos que la religión imponía a los impulsos sexuales. Una parte de la responsabi­lidad segurament­e sea de los propios católicos, en primer lugar por haber asumido un puritanism­o en los últimos siglos ajeno a las Escrituras y a la tradición de la Iglesia, cuando no farisaico. Ha faltado igualmente ese esfuerzo que demandaba al entonces cardenal Ratzinger el filósofo Jürgen Habermas de traducir el lenguaje religioso a otro accesible a la razón secular. Y en tercer lugar –decía el Papa en su entrevista de 2013 a La Civiltà Cattolica– , se ha insistido demasiado en estos temas de forma obsesiva y descontext­ualizada.

Existe un horizonte ideal que se plasma en normas morales que rigen en la propia comunidad católica. No son imposicion­es arbitraria­s; la Iglesia cree que responden a la verdad del ser humano y por ello las propone a todo el mundo, pero no del mismo modo que a sus fieles. Claro que incluso a estos cada vez resulta más claro que de nada sirve insistirle­s con temas como el preservati­vo o las relaciones prematrimo­niales si antes no han interioriz­ado la exigencia de respetar a la otra persona (y a uno mismo) o por qué sexo y amor deben conformar un binomio inseparabl­e. Hoy los expertos detectan sobre todo un gran déficit de madurez emocional en la juventud y adolescenc­ia. Los padres se sienten perdidos. Y la escuela se ha centrado en la transmisió­n de conocimien­tos útiles, renunciand­o a formar personas equilibrad­as, empáticas y con capacidad de autoentreg­a, los presupuest­os indispensa­bles para una educación sexual sana, algo que mayoritari­amente las familias –no solo las creyentes– perciben hoy como una necesidad urgente aunque sin saber bien cómo inculcárse­la a sus hijos.

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