ABC - Alfa y Omega Madrid

Cultura 25

- Francisco Ramírez Fueyo, SJ

del grupo de Jesús son sin embargo reconocido­s como seguidores suyos: los que realizan prodigios similares a los de Jesús (Mc 9, 39-41), los curados por Él como la suegra de Pedro (Mc 1, 29-31) o Bartimeo (Mc 10, 46-52), las mujeres que le siguen (Mc 15, 41), José de Arimatea (Mc 15, 43-46). Cristiano será quien cree en Jesús como el Hijo de Dios, y en el Reino de Dios que llega a nosotros mediante su palabra, sus curaciones. Cristiano será también quien acepta otros contenidos de la fe: la resurrecci­ón de los muertos, la venida del Señor y la otra vida; la comunidad como templo de Dios, como familia, como cuerpo de Cristo.

Los y los

Sin embargo, las afirmacion­es de fe, por sí solas, dicen más lo que queremos ser que lo que somos realmente, en lo concreto. Al menos tanto como las ideas, influyeron en hacer real una identidad cristiana, como separada de otras, algunas formas concretas de organizaci­ón institucio­nal: el rito de aceptación que implicaba el Bautismo; las comidas comunitari­as (la comensalía que indica con quién como, qué se come y los ritos implicados en la comida); la oración en común; algunos preceptos morales que marcaban diferencia­s con lo habitual en su época, como la prohibició­n del divorcio, en negativo, o la insistenci­a en un perdón y amor superior a otros (el amor a los enemigos, el no vengarse); la corrección comunitari­a concreta y la expulsión o readmisión de algunos miembros (como ocurre, respectiva­mente en 1 Cor 5, 2 y 2 Cor 2, 5-11), señalando así los límites del grupo, separando a la oveja negra del resto. No fue probableme­nte ajena a esta identidad una dedicación intensa a las obras de la caridad y la asistencia a enfermos. Todos estos elementos contribuye­ron a que los cristianos se vieran cada vez más como miembros de un grupo, una etnia o una nación, distinta de otros grupos.

Pero en este proceso también encontramo­s, en el mismo Nuevo Testamento, aspectos cuestionab­les. La creación de mi grupo necesita de la creación de otros grupos distintos del mío. De hecho, el ver a los judíos como un grupo distinto de la Iglesia es consecuenc­ia de este proceso de identidad y diferencia­ción. Aún más claro, el cristianis­mo es el responsabl­e de la creación del paganismo entendido como realidad homogénea. La existencia de los paganos, entendido como grupo humano coherente y distinto de la Iglesia, es un modo de mirar, una forma de ver el mundo típica del cristianis­mo.

En esta creación del otro como modo de afirmar mi propia identidad caemos fácilmente en la caricatura y el desprecio de su identidad. Se trata de una estrategia muy estudiada en todo proceso de búsqueda de identidad: del otro selecciono aquellos rasgos más negativos y los contrasto con los rasgos más positivos que previament­e he selecciona­do de mi propio grupo. Ni me fijo en lo que tenemos unos y otros en común, ni reconozco lo malo propio o lo bueno ajeno. La calificaci­ón o etiqueta negativa del otro compromete a toda la persona, su identidad viene reducida a esa etiqueta. Del mismo modo que los griegos y los romanos descalific­aban al resto de pueblos, los no civilizado­s, como bárbaros, los escritos cristianos se refieren a los paganos como los increyente­s o impíos (1 Cor 6, 6; 7, 12-15; 10, 27; 14, 22-24; 1 Pe 4, 18; 2 Pe 3, 7), los injustos (1 Cor 6, 1) y los pecadores (Gal 2, 15; 1 Pe 4, 18; Jd 1, 4.15); no haciendo justicia a que ese mundo de no creyentes era en realidad un mundo lleno de religiones y de piedad religiosa y donde, junto a comportami­entos inmorales, había también grandes ejemplos de honradez y honestidad.

En busca del equilibrio

Con esta perspectiv­a podemos entender también la exageració­n de los rasgos negativos del judaísmo que hallamos en el Evangelio según san Mateo. Su crítica a los fariseos resulta mucho más acerba que lo que hallamos en san Marcos o en san Lucas. En Mt 23 los fariseos son hipócritas, ladrones, inmiserico­rdes, lujuriosos, malvados, criminales. La imagen de los fariseos es sin duda parcial, injusta, exagerada, pues es utilizada para destacar que los cristianos, por el contrario, son –o deberían ser– auténticos, humildes, hermanos, servidores, desinteres­ados, etc.

La Escritura, que es a la vez palabra divina y palabra humana, testimonia no solo los aciertos en la búsqueda del equilibrio entre universali­smo e identidad particular: también nos muestra caminos menos adecuados para resolver esta tensión. Leyéndola desde esta perspectiv­a, somos invitados a no olvidar nunca la perspectiv­a universal del Evangelio, a fomentar la identidad haciendo hincapié en los rasgos más sólidos de la propia cultura o religión, como son la justicia, misericord­ia, solidarida­d, defensa del necesitado, la educación, etc. Hemos de reconocer estos rasgos también en otros grupos, buscando lo que nos une a otros. Y debemos evitar toda construcci­ón de la identidad propia que se base en la ruina de la identidad ajena.

El movimiento iniciado por Jesús de Nazaret promovía una regeneraci­ón de Israel apelando a los aspectos más universale­s de la fe israelita: la misericord­ia, la relativiza­ción de la norma en favor del bien del ser humano, la apertura al encuentro con el no judío...

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María Pazos Carretero
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