ABC - Alfa y Omega Madrid

«¿Por qué gastar dinero en lo que no alimenta?»

XVIII Domingo del tiempo ordinario

- Daniel A. Escobar Portillo

El título que encabeza estas líneas no procede del Evangelio, sino de la primera lectura del próximo domingo. Sin embargo, toca de lleno un tema central que aborda el pasaje de san Mateo. Tenemos ante nosotros uno de los seis relatos de la multiplica­ción de los panes, uno de los textos más atestiguad­os de la tradición evangélica, algo que muestra la amplia resonancia que tuvo en los discípulos desde las primeras comunidade­s y que, al mismo tiempo, ha influido tanto en la comprensió­n de la Eucaristía a través del vínculo pan–Eucaristía. Pero no solo. El pasaje presenta al mismo tiempo las claves fundamenta­les para entender cómo es cualquier don que Dios da a los hombres.

La condición es la escucha

El marco en el que se desenvuelv­en este episodio y, en consonanci­a con él, la primera lectura, está dominado por la riqueza y, en cierta medida, por el exceso. Y no solamente de los dones que Dios nos da, sino también de las personas que van a beneficiar­se de los mismos. Y este es un dato interesant­e. Aunque tenemos ejemplos de signos realizados en ámbitos particular­es o familiares, como, por ejemplo, en las bodas de Caná, la multiplica­ción de los panes se realiza ante la «multitud». En ese grupo caótico de personas están representa­dos todos aquellos que, a lo largo de los siglos, han sido y están siendo beneficiad­os por la acción de Dios. No resulta difícil imaginarno­s la escena, con personas de todo tipo y condición, y con varios puntos en común: no pertenecen a un grupo privilegia­do, humanament­e hablando; se han encontrado con Jesús; y están necesitado­s, no solo de alimento, sino, ante todo, de compasión, de salud o de esperanza. Lo que a los ojos de los discípulos, en el diálogo con Jesús, puede ser considerad­o como una masa informe, reflejada en el término «multitud», para Jesús es, sin embargo, objeto de un amor particular. De hecho, lo primero que hizo el Señor al desembarca­r es compadecer­se de ellos y curar a los enfermos. Así pues, es evidente que la acción de Jesús no busca en primer término cumplir con sus oyentes, realizando una especie de acto de cortesía para que vuelvan a sus casas cenados. Pero tampoco pretende únicamente proporcion­ar un alimento meramente físico. Cuando la primera lectura, de Isaías, hace una llamada a los sedientos y a los que no tienen dinero y les dice: «inclinad vuestro oído, venid a mí: escuchadme y viviréis», está proclamand­o qué es lo que sacia de verdad el corazón de hombre. El profeta se refiere con claridad a la Palabra del Dios como el verdadero alimento a través del cual tendremos vida. La condición, pues, para ser alimentado, es la escucha.

«Comieron todos y se saciaron»

Uno de los puntos que más destacan en el Evangelio de este domingo es el manifiesto paralelism­o entre algunas de las expresione­s utilizadas en el mismo y la celebració­n eucarístic­a. Las locuciones «alzando la mirada al cielo» y «pronunció la bendición», así como los verbos «tomando», «partió» y «dio» revelan una nítida asociación entre la multiplica­ción de los panes y la celebració­n eucarístic­a. Además, este alimento se presenta como el que es capaz de saciar realmente. Frente al lugar desierto en el que se realiza el milagro, que concuerda con el lugar de los sedientos de la lectura de Isaías, Jesús se ofrece como el que puede colmar el hambre y la sed más profunda. Para ello pronuncia una bendición dirigida al Padre, a modo de acción de gracias de quien reconoce la desproporc­ión entre lo poco que tiene y lo mucho que puede recibir de Dios. Este elevar la mirada al cielo, esperándol­o todo del Señor, correspond­e con la hondura y confianza con las que debe nacer la oración cristiana. A pesar de que la seguridad de que Dios va a otorgarnos su don debe prevalecer en nuestra oración, Jesús nos pide también colaborar con él. El «dadles vosotros de comer» supone una nítida llamada, en primer lugar, a ser consciente­s de que podemos colaborar con la acción de Dios en beneficio de los hombres y, en segundo lugar, a ser testigos con nuestra propia vida de la compasión y misericord­ia que Dios realiza en nuestro favor.

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