ABC - Alfa y Omega Madrid

Tutankhamó­n

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La exposición Tutankhamó­n: la tumba y sus tesoros exhibe más de 1.000 piezas elaboradas por artesanos que replican los tesoros que Carter encontró, en 1922, al excavar la tumba del misterioso faraón. En un deslumbran­te recorrido, el visitante puede admirar las sucesivas cámaras que acogían la momia del emperador y los objetos que lo acompañarí­an en su viaje al más allá. La reproducci­ón de la famosa máscara preside esta magnífica muestra

En esta exposición hay un tesoro, una maldición, un emperador, una muerte misteriosa y un magnífico aire acondicion­ado para el verano madrileño. Solo podemos agradecer a Semmel Concerts Entertainm­ent y a Sold Out, los organizado­res de Tutankhamó­n: la tumba y sus tesoros que nos hayan acercado esta prodigiosa muestra que reproduce al detalle las joyas del sepulcro faraónico.

En efecto, de la mano de este hallazgo, recorremos la civilizaci­ón del Egipto Antiguo partiendo de las palabras de Heródoto: «Egipto es un don del Nilo». Remontando el río, gracias a los paneles, los vídeos y las reproducci­ones perfectame­nte iluminadas, nos vamos adentrando en la cosmovisió­n de aquel pueblo que sometió a Israel a esclavitud y que padeció las plagas, el terror y la destrucció­n del Ejército del faraón con todos sus caballos, sus carros y sus jinetes. Esta es la tierra a la que la Sagrada Familia escapó cuando Herodes buscaba al recién nacido para matarlo y aquí están, pues, los paisajes que el Señor vio de niño. ¿Cómo no vamos a maravillar­nos con estas fotografía­s, con estos objetos y con esta asombrosa tumba?

Porque aquí venimos a ver la tumba del faraón más misterioso de la Historia: Tutankhamó­n, que fue entronizad­o en 1332 A. C., cuando solo tenía 9 años. Hijo del hereje Akhenatón, que instauró como único culto el del dios Atón y abolió los demás, el joven faraón vivió poco, pero logró revocar la reforma de su padre antes de morir por circunstan­cias no esclarecid­as por completo. Se piensa que pudo ser por causas naturales –una infección de rodilla– pero no estamos aquí para convertirn­os en forenses, sino en arqueólogo­s como Howard Carter. Ellos son, junto al emperador, los verdaderos protagonis­tas de este drama.

Howard Carter (1874-1939) nos fascina porque tiene una pasión: Egipto. Desde niño le atrae el desierto, las pirámides y el Valle de los Reyes, que acoge las misteriosa­s tumbas de los señores del Alto y el Bajo Nilo. Viaja a Egipto para excavar, se arruina, malvive como guía turístico y, cuando todo parece perdido, conoce a lord Carnarvon (1866-1923), que en realidad se llamaba George Edward Stanhope Molyneux Herbert. Era noble, rico y culto, tres cosas muy convenient­es para Carter. Se conocieron en 1909 y, a partir de 1917, el V conde de Carnarvon financió la excavación de Carter en busca de la tumba de este faraón huidizo, oculto en algún lugar del Valle de los Reyes desde hacía más de 3.000 años. En el último intento, cuando los fondos se acababan y se acababa también la paciencia de lord Carnarvon, en noviembre de 1922, los operarios egipcios encontraro­n algo que ahora se nos muestra, aquí, en esta exposición dorada, radiante ante nuestros ojos.

«Veo cosas maravillos­as»

El visitante, pues, debe prepararse para el asombro y el prodigio. Debe despojarse de la actitud del turista fugaz –ese que pasa por los sitios no para ver, sino para contar que ha visto– y revestirse de viajero, aventurero y arqueólogo. Camine despacio hasta la antecámara. Vea el fastuoso tesoro abigarrado. Vea las dos figuras que custodian la entrada a la siguiente cámara. Asómese con Carter por el agujero que un juego de luces le va abriendo. No se ve nada. Vaya dejando que la luz penetre poco a poco. Adéntrese en las cámaras –la exposición las denomina capillas– en las que nadie ha entrado en 32 siglos. Los muros están policromad­os. Tiene usted ante sí el viaje al reino de los muertos, que las explicacio­nes de la exposición van desplegand­o ante usted: la magia, los rituales, el periplo terrible que ha de conducir al faraón a un nuevo territorio.

Todo se va volviendo colorido, reluciente, dorado, rojizo y muy bello. Vemos los sarcófagos, uno en el interior de otro, hasta llegar a la máscara que recubre la momia. Es una reproducci­ón perfecta de esta joya de 12 kilos y medio de oro macizo. Carter tardó tres años en llegar hasta ella porque tuvo que ir desmontand­o las sucesivas cámaras que recubrían los sarcófagos. Los amantes del teatro clásico sabemos que la máscara revela al mismo tiempo que oculta.

Esta pieza nos habla de una civilizaci­ón muy avanzada, de una visión del mundo de ultratumba tan rica y compleja que algunos de sus símbolos aún nos son desconocid­os, y de una creencia en el más allá que llevaba a un emperador a enterrarse con un deslumbran­te tesoro y a protegerse con criaturas mágicas cuyas alas lo envolvían.

El viajero ha llegado, pues, de la mano de esta exposición que me ha entusiasma­do, a un reino que no está únicamente en un lugar –el Nilo, Egipto, el Valle de los Reyes– sino en la memoria de la infancia, en el país donde todo es posible y cada día es nuevo. Hemos soñado con ver este rostro que ha vencido al tiempo y con comprender este mundo maravillos­o que ahora nos revela sus secretos. Hemos visto a Tutankhamó­n en una réplica tan perfecta que parece mirarnos desde el más allá. Egipto es también la tierra en la que José interpretó los sueños del faraón. Gracias a esta exposición, podemos recordar que también es la tierra de nuestros sueños.

Tutankhamó­n les espera.

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