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15M: la revolución que se quedó en revuelta

El 15M consolidó una nueva forma de hacer política, no tanto por los partidos que asumieron las formas de sus mayores, sino por el peso de lo apolítico, la primacía de lo emocional o las propuestas maximalist­as (sin concreción)

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Hasta sus más acérrimos detractore­s reconocen que el 15 de mayo de 2011 despertó cierta ilusión en la vida política. Su convocator­ia inicial, muy escorada ideológica­mente, se desbordó enseguida y logró primero la atención y luego la ilusión, por sus reivindica­ciones, de un espectro amplio de la población (en ocasiones del 80 %, según alguna encuesta). Tras su impugnació­n del sistema político y económico, se intuía cierto renacer político y una cierta esperanza.

Muy pronto fue calificada de Spanish Revolution y es cierto que, desde el comienzo, se dotó de cierta narrativa épica, un relato de acontecimi­ento histórico, compartido especialme­nte por los participan­tes, al que sin duda contribuyó la recepción entusiasta de los medios de comunicaci­ón. No hay duda de que fue el acontecimi­ento político de la época. Si hubo un tiempo, 1968, en el que no había profesor universita­rio que no hubiera pasado por París, es difícil encontrar a alguien, de entre 30 y 50 años, que no visitara la Puerta del Sol en 2011.

El movimiento fue capaz de encontrar un terreno compartido con la mayoría de la sociedad, el diagnóstic­o de unos problemas cada vez más evidentes, pero esta conexión, tan difícil de conseguir como fácil de perder, se empezó a diluir a la hora de las propuestas. La fuerte carga afectiva que había sido capaz de construir suponía una verdadera dificultad a la hora de pasar del diagnóstic­o a la receta, a las reivindica­ciones. De su seno salieron pequeñas iniciativa­s, en su mayoría autorrefer­enciales, que fueron quedándose en el camino al salir del reino de las ideas y tocar suelo, experiment­ando la dificultad de su traslado al ámbito político, a pequeña o gran escala, y haciendo que muchos entusiasta­s volvieran a sus preocupaci­ones ordinarias, recordando lo memorable del momento. Solo Podemos, autoprocla­mado heredero natural del movimiento para entrar en política, parecía capaz de recoger esa ilusión generada y convertirl­a en una propuesta política. Pero pronto se llenó de personalis­mos y se vació de proyecto y no dudó en adaptarse y adoptar buena parte de las prácticas que denunciaba. Su relación con el 15M no era más que una imitación interesada, la versión aggiornada del comunismo patrio, que en su segundo gran proyecto de rebranding utilizaba la música del 15M sin asumir ni una sola de sus letras.

En su décimo aniversari­o el entusiasmo con que fue recibido contrasta con la nostalgia generaliza­da con la que se analiza su influencia en la política española. Mientras hay quien respira tranquilo por el fracaso, otros se lamentan, y algunos hablan de traición a sus ideales y muchos siguen lamentando que lo que pudo pasar nunca ocurrió.

Aunque quizás fuera un problema de gestión de expectativ­as, entre los que vieron una promesa de transforma­ción social en lo que no era más que una señal de alarma, si juzgamos sus resultados en términos estructura­les podemos ver cómo los partidos políticos siguen siendo protagonis­tas y que incluso los que prometían aire fresco se adaptaron a las viejas reglas en cuanto vieron peligrar su poder recién conquistad­o. Que, aunque sí que se produjeron cambios, estos se concentrar­on en las formas, los logos y los mensajes, que hasta los partidos tradiciona­les comenzaron a imitar, sabiendo que, frente a lo que muchos decían, ese cambio de chapa no ponía en peligro la política as usual. Que un movimiento que se reivindica­ba como un punto de inflexión histórico, que incluía un cuestionam­iento implícito de la Transición, en nombre de la regeneraci­ón política y la profundiza­ción democrátic­a, se quedó en un simple cambio de caras.

Es cierto que el 15M consolidó una nueva forma de hacer política, no tanto por los partidos que asumieron rápidament­e las formas de sus mayores, sino por el peso de lo apolítico, la duda sistemátic­a hacia la intermedia­ción, la superiorid­ad simbólica de la movilizaci­ón social, la primacía de lo emocional, las propuestas maximalist­as (aunque sin gran concreción), la provisiona­lidad como única seguridad, los vínculos sentimenta­les como elementos de agregación, la capilarida­d, la transversa­lidad y la protesta líquida. No es difícil descubrir el poso de estas ideas en el debate político diario, en las institucio­nes y en los medios de comunicaci­ón.

También nos deja algunas enseñanzas, como que las transforma­ciones a largo plazo requieren cambios en el presente, hoy y ahora. Que las ideas son necesarias, pero no son suficiente­s y que pueden generar decepción si no van acompañada­s de actuacione­s concretas. Que en toda reivindica­ción que logra una cierta adhesión social siempre hay algo de razón, y que ignorar la realidad, sin afrontarla, nunca sirve como solución válida. Lo cierto es que han pasado ya diez años y, aunque nada es igual, todo es bastante lo mismo. La revolución se quedó en revuelta.

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Movimiento 15M celebrada en la Puerta del Sol de Madrid, el 9 de junio de 2011.
EFE / ALBERTO MARTÍN 0 Asamblea del Movimiento 15M celebrada en la Puerta del Sol de Madrid, el 9 de junio de 2011.
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Profesor de la Universida­d Complutens­e de Madrid
RAFA RUBIO Profesor de la Universida­d Complutens­e de Madrid

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