Narciso espejo enel
Buscamos colectivos con los que sentir el calor de la manada; con los que, al identificarnos, pensemos que nuestra vida cobra consistencia
Las crónicas explican que Albert Adrià invitó a más instagrammers que periodistas al homenaje que el restaurante Alchemist de Copenhague tributó a El Bulli. Sin periodistas, ¿quién iba a explicar lo que allí pasaba?
Algo continúa sucediendo siempre, pero dejó de importar contarlo. El héroe ya no necesita a su poeta. Son banales las razones de la calidad y la creatividad. Lo relevante es que celebridades con cientos de miles de followers cuelguen una foto en las redes. Lo que puede parecer una mera estrategia comercial es el profundo cambio de paradigma que consolida la tecnología en la sociedad.
Frente al argumento razonado vence hoy la identificación sentimental con un personaje público. Es lo que Natalia Velilla llama la «sustitución de la autoridad por la celebridad». En su libro La crisis de la autoridad (Arpa 2023) muestra todas las aristas de ese cambio. Jueces, médicos, padres, profesores. La autoridad declina ante la aparición de los nuevos dioses. Si algunos políticos se atreven a manosear las instituciones y la ley es porque hace tiempo que naufraga el reconocimiento social que las sustentaba. Si los médicos necesitan protección legal es porque internet lleva décadas licenciando en Medicina a todo hijo de vecino. Y así con todo.
Aunque la radiografía de Velilla es precisa, falta pesimismo en sus conclusiones, porque hay algo peor que una simple transferencia del reconocimiento social. Como la misma Velilla señala, cuando se deja de reconocer la ciencia, la experiencia y la profesionalidad para considerar la celebridad, se abandona el terreno de la cultura.
El drama no es entonces que se halle sabia la verborrea de cualquier indocumentado con un micrófono, sino que la sabiduría pierde su relevancia y la razón y la verdad no pueden izarse más como bandera de la recuperación de la autoridad tradicional, porque es precisamente su socavamiento el que ha posibilitado el cambio de manos.
Y esto ha podido suceder porque las redes sociales han entrado cual cenicienta enamorada en el zapato de las ideologías identitarias. Hace décadas que los occidentales optamos por el relativismo. Cualquier apariencia de verdad se considera una cortina de humo que enmascara la voluntad de poder de un colectivo concreto. La realidad común muere para dejar su lugar a las identidades y el conocimiento de la verdad ha sido sustituido por la identificación con un determinado colectivo. Mujer. Negro. Trans. No hay saber ni razón, solo armas arrojadizas para mantenerse a flote frente a los otros. Es inútil cualquier alusión a la verdad para corregir sus mentiras, porque la distinción entre verdad y mentira es irrelevante. Todo argumento no es más que el disfraz razonable de la identidad enemiga. Por eso, el funcionamiento de la celebridad no responde al esquema de la autoridad. La ideología identitaria es una nueva construcción social que elude la razón y la sociabilidad natural que Velilla evoca.
En el Parlamento los políticos ya no discuten entre ellos: sencillamente usan la Cámara como plató para los vídeos que cuelgan en Tiktok o Instagram, y que servirán de espejo en el que los individuos puedan verse reflejados. La polarización no es signo de una actitud combativa, sino de la desaparición de la verdad: únicamente existen identidades inconexas y aisladas, que pugnan entre sí. La política es la guerra de los narcisos por acaparar el reflejo.
Más grave aún es lo que ocurre con la infancia. Velilla tan solo llama la atención sobre las faltas de respeto a la autoridad paternal o escolar, pero si los hijos se atreven a vilipendiar a padres y profesores es porque ya no tienen nada que aprender de ellos, y los mismos padres y profesores así lo consideran. No hay nada que enseñar porque la verdad ha dejado de existir. El profesor no puede corregir, no ya porque no se respete su corrección, sino porque no hay base legítima sobre la que realizar corrección alguna. El niño tan solo debe crear su identidad, que nada tiene que ver con la verdad ni con la corrección. Sin verdad todo es mentira; pero eso es indiferente. «Conocemos las mentiras de todos —dijo Malraux—, nosotros que no sabemos qué es la verdad».
Si buscamos a cuatro colgados con muchas horas de internet con los que identificarnos no es porque consideremos que ellos sí están en posesión de la verdad. Lo que ocurre es que sin verdad la vida individual queda a la intemperie. Buscamos colectivos con los que sentir el calor de la manada, con los que, al identificarnos, pensemos que nuestra vida cobra consistencia mientras haya otros que hagan y digan lo mismo. Sin meta verdadera a la que llegar, nuestras vidas solo cobran sentido si encuentran un espejo en el que mirarse.
El cristianismo y el derecho se han influido mutuamente a lo largo del tiempo y a través de las culturas, aunque con distintos niveles de intensidad y mediante diversos modos de interacción. En Occidente, cristianismo y derecho han ido siempre de la mano. El cristianismo ha aportado al derecho profundidad, sentido, misión; el derecho al cristianismo, forma, argumento, sistematización.
El jurista norteamericano Harold Berman, autor de la famosa obra Derecho y revolución, dejó escrito que «la ciencia jurídica occidental es una teología secular que a menudo carece de sentido porque sus presupuestos teológicos ya no se aceptan». Desde una perspectiva diferente, el constitucionalista alemán Ernst Wolfgang Böckenförde llegó a una conclusión semejante: «El Estado liberal secularizado —afirmó— se sustenta en presupuestos que él mismo no puede garantizar». Estos presupuestos, se quiera o no, tienen mucho que ver con el cristianismo.
Basta comparar el vocabulario empleado por la teología y el derecho para darse cuenta de sus similitudes. Palabras como ley, justicia, matrimonio, pacto, satisfacción, juramento, libertad, dignidad, obediencia, solidaridad, autoridad, tradición, redención, castigo o persona, tienen, a la vez, un profundo sentido teológico y jurídico. Por lo demás, en contra de lo que podría pensarse, términos como intercesión, gracia, confesión y sacramento fueron prestados a la teología por el derecho. Debido a este común denominador, a veces resulta complicado fijar si el origen de un concepto es jurisprudencial o teológico.
Unas aportaciones del cristianismo al derecho son originales mientras que otras arrojan nueva luz sobre conceptos o ideas ya existentes (la propiedad). Algunas aportaciones son de carácter teológico (cuidado de la tierra), otras más espirituales (sentido del perdón, la compasión y la misericordia), otras más morales (la libertad religiosa y los derechos humanos), otras históricas (la división de Europa en estados soberanos), otras antropológicas (centralidad de la persona humana), otras estructurales (separación Iglesia-estado, el principio de subsidiariedad) y otras sociales (función social de la propiedad privada), pero todas ellas fueron y siguen siendo decisivas para el desarrollo del derecho y de los ordenamientos jurídicos seculares.
Mención especial merece la aportación de la Segunda Escolástica, particularmente de la Escuela de Salamanca, que irradió luz sobre cuestiones que afectan también a nuestros días, como la globalización de la interdependencia, el colonialismo, el ejercicio del poder, los derechos humanos, el cosmopolitismo, la guerra justa, el eurocentrismo o las reglas del mercado. La Escuela de Salamanca se detuvo en el método científico como instrumento en la búsqueda de la verdad y nos mostró el relevante papel de las universidades en el desarrollo de los pueblos, así como el de los intelectuales en el proceso de toma de decisiones de cualquier comunidad política.
El impacto del protestantismo sobre la cultura jurídica occidental fue también enorme. Los fundamentos de las teorías democráticas modernas, los ideales de libertad religiosa e igualdad política, el principio de federación, el surgimiento del Estado del bienestar moderno, la defensa de las garantías y derechos procesales, la conversión de los deberes morales del Decálogo en derechos individuales, la doctrina de la resistencia constitucional contra la tiranía o la idea de una constitución escrita como una suerte de pacto político deben mucho a la Reforma protestante.
Ciertos postulados teológicos básicos del protestantismo han tenido importantes consecuencias jurídicas, como, por ejemplo, el hecho de que la comunidad política se constituya por un pacto entre los gobernantes y el pueblo ante Dios, cuyo contenido lo muestran las leyes divinas y naturales y específicamente el Decálogo; o el hecho de que la Iglesia y el Estado deban estar separados institucionalmente pero unidos en su propósito y función, y, por tanto, también en la defensa de los derechos y libertades del pueblo, incluida la resistencia constitucional organizada.
No existe un modelo único de ordenamiento jurídico cristiano que el cristianismo deba promover para cumplir su misión. La influencia cristiana afecta más bien al espíritu del derecho, si bien algunas aportaciones puedan llegar a tener implicaciones prácticas concretas (la dignidad). Por su parte, el derecho secular debe seguir iluminando el cristianismo aportando una técnica jurídica refinada en la resolución de conflictos y promoviendo la defensa de los derechos humanos.