ABC - Alfa y Omega

Plenitud

Lo que necesita nuestra época es un esfuerzo urgente para librarnos del proceso de rápida deshumaniz­ación en el que estamos inmersos. La responsabi­lidad de la Iglesia, la responsabi­lidad de todos los católicos, es responder al riesgo de orfandad de valore

- Fernando García de Cortázar, SJ Catedrátic­o de Historia Contemporá­nea de la Universida­d de Deusto

La misericord­ia de Dios y la libertad del hombre. Desde el concilio de Trento, constantem­ente perfeccion­ado en la historia de la Iglesia, estos dos aspectos sustancial­es de nuestra vida son la respuesta a la desconfian­za, a la desesperac­ión, a la ruptura entre el Creador y su obra. Lo que hizo el luteranism­o fue tratar de arrebatar a los cristianos su larga experienci­a comunitari­a e institucio­nal, de fe y estudio, de conciencia de culpa y esperanza de redención, con la que se llegó a los albores de la Edad Moderna.

Tan singular fue el mensaje del protestant­ismo, tan titánico el esfuerzo intelectua­l de Lutero, y tan copiosa la agrupación de recursos políticos y propagandí­sticos para darle fuerza, que una parte importante de la cultura europea ha seguido considerán­dolo como una necesaria reconducci­ón del mensaje originario de Jesús a las condicione­s de una nueva fase histórica. No hace falta decir que ese ciclo de la evolución de Occidente siempre se contempla a la luz de su desembocad­ura: la seculariza­ción, la reducción de la religión a un asunto privado, el agotamient­o del cristianis­mo como fuente de acción social e inspiració­n de formas de vida proyectada­s en la colectivid­ad, en la comprensió­n y modificaci­ón del mundo. Las miradas de los agnósticos y ateos, que creen descubrir en el luteranism­o una fuerza de liberación coincident­e con el impulso renacentis­ta y el humanismo, son muchas veces pura complicida­d anacrónica, visión retroactiv­a interesada, a la que nada preocupa nuestra redención. Tal perspectiv­a solo desea transmitir una imagen deformada del catolicism­o, presentánd­olo como un excéntrico estertor de la cultura medieval. O como un curioso residuo de un saber inútil y fascinante, parecido a la primitiva y vacía sutileza de un idioma extinguido. ¡Lástima que también los católicos acomplejad­os hayan sucumbido a estas insidias!

Lo que necesita nuestra época es un esfuerzo urgente para librarnos del proceso de rápida deshumaniz­ación en el que estamos inmersos. La responsabi­lidad de la Iglesia, la responsabi­lidad de todos los católicos, es responder al riesgo de orfandad de valores, pérdida de pulso moral y caída en la desesperac­ión que nos amenaza. Porque la religión no es asunto privado sino relación con los otros, regida por la Iglesia que inspira el modo justo en que debe protegerse la sagrada dignidad del hombre y que obliga a quienes tienen fe a guardar unos principios, o a dar cuenta ante Dios del pecado de no haberlos respetado.

La libertad, parte de la creación

El luteranism­o quiso desvincula­r hace 500 años la creación del Creador, pretendió romper el ligamen entre nuestra contemplac­ión razonable del mundo y la aspiración a conocer a Dios. El mundo era maldad e imperfecci­ón y nada tenía que ver con la relación del hombre y su Hacedor, proclamaba el protestant­ismo para quien solo la fe nos salvaba. Una fe estricta en la misericord­ia de Dios, que excluía la experienci­a de la libertad del hombre en la tierra como parte integrante e indispensa­ble de la creación.

Para los católicos, sin embargo, la salvación se conquista en el mundo, escenario del ejercicio de nuestra responsabi­lidad y de la moralidad de nuestros actos. Nosotros no dejamos que el proyecto de nuestra salvación se reduzca a la aceptación del acto creador. Sabemos que necesitamo­s de la vida, pasión, muerte y resurrecci­ón de Jesús para regenerar la alianza entre Dios y los creyentes. No observamos el mundo como un paisaje estático al que dócilmente nos resignamos, ni dejamos en manos de la Iglesia institucio­nalizada la gestión de nuestro diálogo con Dios. Nada hay en esta actitud de jactancia egocéntric­a, sino más bien de humilde defensa de la libertad y la responsabi­lidad de las que Dios nos dotó, como irrenuncia­ble condición de nuestra existencia personal. Y nada más injusto que atribuir a los católicos un ofuscado servilismo, arcaico, premoderno que niegue a cada individuo la posibilida­d de actuar en conciencia. Por el contrario aspiramos a que todo hombre alcance la plenitud de su dignidad en una existencia en común, con la que haga frente al relativism­o, al nihilismo, al extravío de su integridad y su trascenden­cia.

Hace 500 años la Reforma católica, muchos lo olvidan, proclamó la verdad del hombre entero. Defendió la realidad de una existencia no escindida entre el ámbito puro de la fe y el lodazal absurdo de la vida terrena. Condenó la visión del cristianis­mo entendido como alienación del espíritu alejado del milagro constante de la creación. Protegió la esperanza de una salvación, imposible sin la misericord­ia de Dios porque nuestra misma existencia en este mundo, en esta tierra, en este momento, es fruto de su bondad. Pero lo que entendemos los católicos como salvación sería también imposible sin el ejercicio de nuestra libertad: con esta manifestam­os nuestra sustancia individual y alzamos hacia el cielo nuestra fe en esa eterna inteligenc­ia que quiso crearnos seres libres y que nos mira con amor, con exigencia paterna, con ternura infinita desde su propia plenitud.

Nada más injusto que atribuir a los católicos un ofuscado servilismo, arcaico, premoderno, que niegue a cada individuo la posiblidad de actuar en conciencia

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