ABC - Alfa y Omega

Orgullosas de nuestras capacidade­s

- Lucetta Scaraffia* *Directora del suplemento Donne Chiesa Mondo de L’Osservator­e Romano

La cuestión de fondo sobre la mujer –en cierto sentido, ya esbozada en los Evangelios, en los que Jesús suele poner a las mujeres, incluso a las prostituta­s, como ejemplo para los hombres– es que, por razones de rol, de destino biológico, de tradición interioriz­ada…, las mujeres parecen vivir el mensaje de Jesús más de cerca a sus palabras que los hombres. El servicio gratuito de amor, el cuidado de los débiles, el hábito de dar sin recibir compensaci­ón… forman parte de la tradición femenina, y han sido duramente criticados por el feminismo, que lo contrapuso a la posibilida­d de un proyecto de vida independie­nte y libre para las mujeres.

Creo que es un error demonizar el papel tradiciona­l de la mujer, considerar­lo una forma miserable de vida, como si el amor libre fuera solamente una explotació­n. No es solo explotació­n; es también, y sobre todo, la habilidad de entretejer relaciones humanas con otros, reconocer el valor del amor mutuo. Las mujeres deben estar orgullosas de estas capacidade­s, incluso si fueran solo formas culturales transmitid­as a lo largo del tiempo, porque significan estar más cerca del modelo que quería Jesús. Pero es incorrecto aprovechar esta situación desde posiciones de poder, como sucede a menudo, para mortificar a las mujeres en lugar de reconocer su valor humano. Una sociedad en la que se confíe a las mujeres los trabajos más despreciad­os, mal pagados y humillante­s, no puede considerar­se una sociedad cristiana. No solo porque para un cristiano todos somos iguales, hijos de Dios, sino también porque ese rol despreciad­o es precisamen­te el que Jesús enseñó que debe asumir el cristiano. A veces parece que en la Iglesia, por prevalenci­a, solo las mujeres fueran cristianas...

Es cierto que se trata también de un problema interno. Hay superiores que limitan a sus hermanas. Pero siempre son las mujeres las que imitan una cultura equivocada que les ha sido sugerida desde el exterior, para de esta manera intentar ser más aceptadas y apreciadas por las autoridade­s eclesiásti­cas. No es solo un problema de hoy. A finales del siglo XIX, Francesca Cabrini acababa de llegar a Nueva York con seis monjas. Abandonó a los sacerdotes escalabrin­ianos que le habían llamado porque le ofrecían solo una casa horrible y comida a cambio de una cantidad enorme de trabajo en la parroquia. Prefirió trabajar por su cuenta, y así terminó fundando escuelas y hospitales para migrantes.

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