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Tribuna: La fortaleza humana del perdón

El perdón constituye una liberación interior, pues el que perdona deja de estar centrado en la ofensa y de depender del ofensor. Como afirma Lewis Smedes, «perdonar es poner en libertad a un prisionero y descubrir que ese prisionero era uno mismo»

- Enrique Pallarés Molíns Doctor en Psicología y profesor emérito de la Universida­d de Deusto

El estudio científico del perdón por parte de la Psicología comenzó hace muy pocas décadas, pero este retraso se ha visto plenamente compensado con el elevado y creciente número de investigac­iones sobre sus determinan­tes, consecuenc­ias y modos de fomentarlo. Sin embargo, las principale­s religiones y de modo especial la cristiana, destacan ya desde hace milenios o siglos la importanci­a del perdón y exhortan a su práctica.

La filósofa Hannah Arendt, pionera en señalar el papel fundamenta­l del perdón interperso­nal, afirma que «el descubrido­r del papel del perdón en los asuntos humanos fue Jesús de Nazaret», y añade que el contexto y el lenguaje religioso no son razón para valorarlo menos en un sentido estrictame­nte secular. El profesor de Psicología Everett Worthingto­n, autor de un gran número de estudios sobre el perdón –y que lo practicó con el asesino de su madre antes de cumplirse un mes del crimen–, reconoce el origen divino del perdón y afirma que es uno de los rasgos de la imagen de Dios, grabada en lo más profundo del ser humano.

Se ha dicho que es más difícil definir el perdón que perdonar de verdad. El acuerdo es mayor al concretar lo que no es que lo que es. No es ignorar, excusar olvidar la ofensa (para perdonar hay que recordar), ni indultar. Como mínimo, es excluir la venganza y reducir las emociones negativas (odio, ira, resentimie­nto…); para algunos, es necesario, además, sobre todo en las relaciones más valiosas (amigos, pareja), reactivar las emociones positivas.

El profesor Michael McCullough señala la función de la venganza para controlar la agresión, pero destaca también las raíces no menos profundas del perdón, e incluso sugiere la existencia de un «instinto de perdón». Observacio­nes controlada­s de primates no humanos evidencian algunas conductas de reconcilia­ción tras la ofensa. La reconcilia­ción y el perdón suponen una importante ventaja evolutiva, porque restauran y aseguran la unión del grupo, esencial para la superviven­cia. La venganza, por el contrario, provoca una escalada de reacciones desintegra­doras y destructor­as.

Además de reparar relaciones sociales valiosas, se han probado las consecuenc­ias positivas del perdón para la salud mental y física. Porque, efectivame­nte, el perdón neutraliza el odio, la ira y el resentimie­nto que, lejos de suavizar el dolor de la ofensa, lo avivan. El perdón constituye una liberación interior, pues el que perdona deja de estar centrado en la ofensa y de depender del ofensor. Como afirma Lewis Smedes, «perdonar es poner en libertad a un prisionero y descubrir que ese prisionero era uno mismo».

Perdonar supone un complejo y largo proceso –no un simple sí o no–, que comprende, además de excluir la venganza, cambios y reajustes emocionale­s, cognitivos y conductual­es. Favorece este proceso tratar de ponerse en el lugar del otro, sin que esto signifique justificar la ofensa. Perdonar no es olvidar, pero conviene evitar el exceso de memoria y advertir que el recuerdo es más reconstruc­ción o interpreta­ción que una reproducci­ón fiel de la ofensa. Cuando no resulta expresamen­te desaconsej­able, el acercamien­to y contacto con el ofensor favorece el perdón y la neutraliza­ción de los prejuicios. La observació­n e interioriz­ación de modelos de perdonar, como Jesús de Nazaret, son una importante ayuda en el camino del perdón. Sobre todo, el fomento de las emociones positivas, como la gratitud y la compasión, que constituye­n un eficaz antídoto contra los fluidos tóxicos de la venganza. Advertir también la predicción errónea de que la venganza resultará dulce, cuando en la realidad no pierde su amargor. Por supuesto, no es lo mismo una ofensa leve que un asesinato. Varios pensadores han mostrado su actitud negativa o reticencia a perdonar lo que consideran imperdonab­le, concretame­nte, genocidios como el Holocausto. Para el filósofo francés Vladimir Jankélévit­ch «el perdón murió en los campos de la muerte». Pero, aunque muy difícil, siempre existe «la posibilida­d de lo imposible». Perdonar es siempre un don gratuito de la víctima (perdonare), que ningún ser humano le puede exigir. Tampoco resulta aconsejabl­e el perdón indiscrimi­nado cuando favorece la revictimiz­ación, como puede ocurrir en la violencia familiar, pues perdonar no es dejar de ser asertivo ni convertirs­e en «felpudo humano». Perdonar, como pedir perdón, no son signos de debilidad, sino expresión de fortaleza interior y de autoestima sana. Convencern­os de esto fomentará la cultura del perdón y de la reconcilia­ción, tan necesarias en todos los ámbitos de nuestra sociedad. Lo expresó con claridad el arzobispo anglicano Desmond Tutu, líder de la reconcilia­ción en Sudáfrica y premio Nobel de la Paz: «Sin perdón no hay futuro».

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Pixabay Perdonar supone un complejo y largo proceso –no un simple sí o no–, que comprende, además de excluir la venganza, cambios y reajustes emocionale­s, cognitivos y conductual­es. Favorece este proceso tratar de ponerse en el lugar del otro, sin que esto signifique justificar la ofensa

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