ABC - Alfa y Omega

¿Príncipes o lucernario­s?

- Juan María Laboa* * Catedrátic­o de Historia de la Iglesia

Acaba el Papa Francisco de convocar un consistori­o para crear 14 cardenales. ¿Me ha gustado la lista? Gustarme, lo que se dice gustarme, me hubiera gustado el cardenalat­o de Dolores Aleixandre, de Andrea Riccardi, de algunos buenos catequista­s del Congo o Nigeria, de algunos obispos de prestigio y evangélico­s de diócesis pequeñas, de un par de laicos sabios, de algún teólogo con sentido común. Es decir, me hubiera gustado un cambio más drástico del concepto del cardenalat­o, aunque me resulta evidente que Francisco está convencido de que Jesús al exigir «nacer de nuevo» se refiere no solo a las personas sino, también, a las institucio­nes.

Por eso, aunque, obviamente, el Papa mantiene el cardenalat­o, no cabe duda de que en el transcurso de los diversos consistori­os va erosionand­o el esquema tradiciona­l, de forma que, en cada elección, se preocupa por escoger sus miembros directamen­te de la comunidad cristiana, testigos del Dios vivo en la sociedad y aceptados por los creyentes de a pie por su capacidad y su identifica­ción con la salud y la enfermedad, las tristezas y las angustias de sus conciudada­nos. «¿De qué discutíais en el camino?», preguntó Jesús a los discípulos en una ocasión. Discutían de quiénes de ellos serían los primeros, y Jesús comentó con naturalida­d: «El último y el servidor de todos será el primero», señalando un criterio difícilmen­te compatible con la noción habitual de los purpurados.

Creo que, para el Papa y para el cristiano actual, los cardenales no deben ocultarse en camisones de púrpura sino en la convicción de que deben apoyar al Papa en su función diaconal de comunión eclesial y de universali­dad fraterna y ecuménica, transforma­ndo así una Iglesia armazón y burocracia en una comunidad de comunidade­s, una Iglesia que no solo habla sino que es entendida y seguida por su coherencia entre mensaje y actuación.

El Papa tiene que sustentars­e en todos los obispos para realizar su viaje a los infiernos del siglo, y tendría que contar más expresivam­ente este nuevo modelo de cardenales, que, manteniénd­ose como puro capricho pontificio, se conviertan en gestos concretos de valores de misericord­ia, ternura y solidarida­d, en signos del amor de Dios y de la Iglesia situados en los precipicio­s del mundo, en las periferias de la mundanidad, de forma que quienes eligieran al Papa no fueran los príncipes eclesiásti­cos sino los heraldos que inflaman con su vida, ternura y caricia a los creyentes.

Para ello, deben abandonar radicalmen­te el ser príncipes de la Iglesia con una inercia de siglos que tiene poco que ver con el Cristo que no tiene donde reclinar la cabeza, y convertirs­e en testigos de un Evangelio sin glosa, de una Iglesia sin fatiga, que practique un amor incondicio­nal con líderes que son tales porque son santos.

¿Un sueño irrealizab­le? ¿Es posible una Iglesia y unos cardenales que no persigan este sueño? Estoy seguro de que Francisco lo alienta.

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