ABC - Alfa y Omega

Falsos mitos sobre los depredador­es

La homosexual­idad o la pedofilia no explican los escándalos de abusos sexuales, asegura Karlijn Demasure, que apunta al clericalis­mo y al déficit de formación afectivo-sexual en los seminarios

- R. B.

Según la Organizaci­ón Mundial de la Salud, una de cada cinco mujeres ha sido abusada o agredida sexualment­e, frente a uno de cada 13 varones. La proporción se invierte en la Iglesia, donde dos terceras partes de las víctimas son chicos, la mayoría adolescent­es. Lo que no cambia es el género del agresor, en un 90 % masculino. También hay depredador­as, pero la violencia de las mujeres suele ser de tipo más psicológic­o y menos de carácter sexual.

A juicio de Karlijn Demasure, estos datos pueden inducir conclusion­es precipitad­as y erróneas, como la que identifica al sacerdote agresor con un pedófilo. A tenor de las investigac­iones en Irlanda, EE.UU. o Alemania, «sabemos que alrededor del 7 % de los sacerdotes han sido abusadores, pero de ellos solo un 1 % o quizá un poco más eran [clínicamen­te] pedófilos», dice esta experta, quien antes de especializ­arse en abusos en de la Iglesia se doctoró con una tesis sobre incesto en la familia tras su regreso a Bélgica procedente de la República Democrátic­a del Congo, donde trabajó con su marido como misionera en la formación de catequista­s locales.

Si a esos «verdaderos pedófilos» les sumamos los efebófilos (aquellos que se sienten atraídos por chicos adolescent­es), Demasure calcula que «el porcentaje total puede rondar el 15 % o el 20 %». ¿Cómo se explica entonces el 85 % restante de abusos? «Algunos inmediatam­ente responden: es porque son homosexual­es. Pero las investigac­iones no prueban esto. Los homosexual­es no abusan más que los heterosexu­ales. Lo que ocurre es que los agresores recurren a las personas vulnerable­s que tienen a su alcance, y las condicione­s han sido más favorables en entornos como los colegios de chicos». De igual forma, recuerda, hasta hace unas décadas, no había niñas monaguilla­s.

Otro falso mito es el que asocia la crisis de abusos sexuales con «la infiltraci­ón de la cultura del 68 dentro de la Iglesia», asegura esta experta. «Los abusos comienzan de media –argumenta– diez años después de la ordenación, salvo en el caso de los verdaderos pedófilos, que actúan de inmediato. Puesto que el mayor número de casos se dio en las décadas de los 60 y de los 70, esto significa que el problema es anterior». «Lo que sí ocurrió es que se empezó a poder hablar más abiertamen­te sobre sexualidad, y eso permitió que salieran a la luz más casos», añade.

Las causas de los abusos son, asegura, complejas y diversas. Algunos han apuntado «erróneamen­te» al celibato obligatori­o. Ella, sin embargo, pone el foco en la inmadurez psicológic­a. «Se trata fundamenta­lmente de sacerdotes que fueron al seminario menor con 12 años, y desde entonces vivieron rodeados solo de hombres, sin trato con mujeres (ni siquiera sus hermanas), en un entorno muy cerrado y sin responsabi­lidades: les hacían la comida, cuidaban de ellos, no tenían que confrontar­se con problemas cotidianos como cuidar a un hijo enfermo –que son los que a la gente normal le hacen madurar–…». Todo ello unido a lo que el Papa ha denominado una «cultura clericalis­ta», que sitúa al sacerdote en una especie de casta superior.

Pero incluso al margen de esa idealizaci­ón del ministerio sacerdotal, Demasure apunta que «los abusadores pueden ser párrocos muy atentos y entregados a los demás», lo que provoca que «no se crea a las víctimas». Se da en estos abusadores una especie de esquizofre­nia que denota nuevamente rasgos de inmadurez. Por ejemplo, «les cuesta llegar a ser consciente­s de que han hecho algo malo». La paradoja es que «la víctima es quien tiene un sentimient­o de culpa; el agresor, no».

De pecado a crimen

Karlijn Demasure constata una importante evolución en la percepción de los abusos sexuales en la Iglesia. «En los años 80, como todavía ocurre hoy en algunos países de África, se pensaba en un pecado, que por tanto puede ser perdonado, igual que el adulterio. Por eso era frecuente trasladar al agresor a otra diócesis». Un error habitual en los obispos fue intentar resolver el problema hablando con los agresores, que «pueden resultar muy convincent­es» y fingir un arrepentim­iento que no es real.

A la vista de la reincidenc­ia, la agresión pasó a comprender­se como una patología, equiparánd­ola erróneamen­te a la pedofilia. Pero por defender el buen nombre de la Iglesia, se optó como norma general por ocultar el problema, generando después «una gran indignació­n». Finalmente, desde Benedicto XVI, se entiende que se trata de crimen que, por tanto, «debe ser comunicado a las autoridade­s civiles».

Un elemento problemáti­co común a estos tres enfoques es que la agresión se reduce a una cuestión meramente personal. Hasta que, «en sus últimos pronunciam­ientos, el Papa Francisco ha hablado de algo que ya se reconocía hace tiempo en los círculos académicos: hay causas sistémicas», comenzando por el clericalis­mo que creó las condicione­s para el encubrimie­nto, olvidando que «la víctima es tan Iglesia como el sacerdote agresor».

Esa conciencia no acaba sin embargo de llegar todavía a muchas Iglesias locales, cree Demasure. Por eso «aunque todas las conferenci­as episcopale­s tuvieron que elaborar unas directrice­s y enviarlas a Roma, muchas las han dejado olvidadas después en estantería­s». Y lo mismo sucede con la prevención en los seminarios. «Es obligatori­a, pero he visto países en Europa donde se reduce a apenas dos horas durante todo el tiempo de formación para el sacerdocio». Como sucede con recomendac­iones del Vaticano como la normalizac­ión de la presencia femenina en la formación los seminarist­as. «De temas como la sexualidad tendrían que hablarles mujeres casadas», cree Demasure.

 ?? Pixabay ??
Pixabay

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain