ABC - Alfa y Omega

Ángel de la guarda

- Manuel Lagar* *Capellán del hospital de Mérida

Hoy me he propuesto visitar la primera planta: obstetrici­a, pediatría y neonatos. Nada más empezar, en la primera habitación se encontraba Jana, una joven a la que yo había bautizado hace 25 años. Lleva más de un mes ingresada. Me viene a la mente la frase que me dijo la primera vez que la visité: «Yo no estoy aquí como las otras para parir a mi hijo, sino que yo estoy para que no salga, y aguante más de 30 semanas antes de nacer».

Aunque no le hizo mucha gracia descubrir la existencia del bebé y no entraba en sus planes ser madre todavía, Jana se había convertido en una nueva Juana de Arco y no estaba dispuesta a entregar la Bastilla, que para ella era la libertad de su hijo cumpliendo sus sueños de vida, por lo que iba a luchar con todas sus fuerzas para que su hijo viviera. Sabía que le iba a resultar duro tener que pasar más de un mes sin apenas moverse de la cama del hospital.

Ella estaba dispuesta a sacrificar su propia vida, su pareja, con la que solo llevaba unos meses viviendo, su trabajo en el que llevaba menos de un año y no sabía si la iban a renovar... con tal de que, por nada del mundo, su hijo, lo único que conociera en la vida fuera su propio vientre, y este se convirtier­a en su tumba.

Jana quería ser transmisor­a de vida y por eso se había enfrentado hacía cuatro meses a sus padres y a algunos que la invitaban a abortar, hablándole de que ese hijo le iba a arruinar su esperanzad­or futuro. Ella había apostado por la vida y quería ser portadora de vida, tenía muy claras sus prioridade­s a pesar de su corta edad. Y estas le habían llevado a apostar por la vida y por la libertad del más indefenso y débil, su propio hijo, que para nada era una amalgama de células, sino el fruto de un amor juvenil y un poco alocado, pero «auténtico amor», según me contó ella misma, y que nada en la vida sucede por casualidad. Por eso estaba dispuesta a entregar su tiempo y su vida por ese niño al que ya amaba con toda su alma y con todo su ser, aun antes de ver su rostro y poderle llamar por su nombre. A esta pequeña personita a la que Dios había elegido para la vida desde el vientre de su madre, porque en ese vientre Jana había puesto su gran corazón.

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