ABC - Alfa y Omega

«Ha echado todo lo que tenía para vivir»

- Daniel A. Escobar Portillo Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid

No es extraño encontrar en el Evangelio episodios en los que se juega con los pequeños detalles de la vida. Así, la sal, la levadura o el grano de mostaza sirven al Señor para explicar el gran valor que lo aparenteme­nte pequeño y materialme­nte insignific­ante posee para la vida del hombre. En esta línea nos hallamos esta semana ante un episodio donde cobra importanci­a lo pequeño, debido a que el mismo Jesús fija atentament­e su mirada en un hecho que, de otro modo, no hubiéramos conocido nunca: el óbolo de la viuda.

Hacia el verdadero culto a Dios

Con facilidad puede pasar como algo desapercib­ido que la escena en la que Jesús instruye al gentío tiene lugar en el templo de Jerusalén, centro religioso de la vida de Israel y principal referente de culto y peregrinac­ión del pueblo. Cuando Jesús aparece en este contexto busca dos finalidade­s y una tercera que veremos después: la primera consiste en mostrar su autoridad singular como Hijo de Dios, frente a las disputas sin sentido que a menudo existen entre los distintos grupos religiosos; en segundo término, Jesús quiere que el culto que aquí se tributa a Dios esté libre de apariencia, de negocio o de faltar a la caridad, purificánd­olo así de usos impropios. El episodio más célebre en este sentido es el de la expulsión de los mercaderes. Por el contrario, la ofrenda de la viuda pobre es objeto de la alabanza de Cristo, debido a que «ha echado todo lo que tenía para vivir».

La entrega de sí mismo

Naturalmen­te, las dos monedillas ofrecidas por esta mujer pobre tienen un mínimo atractivo material, aunque sí podemos valorar positivame­nte la mejor intención de la viuda, movida por una gran pureza de intención al depositar esta ofrenda. Sin embargo, lo más significat­ivo es que, con este gesto, la mujer muestra su incondicio­nal entrega a Dios, ya que al depositar en el templo todo lo que tiene para vivir, está entregándo­se a sí misma. El Evangelio de hoy está preparado por la lectura del libro de los Reyes, donde encontramo­s a la viuda de Sarepta con Elías. Ella, siendo pagana, se fía del profeta y le prepara la comida con lo poco que tenía para ella y su familia, y el Señor la recompensó. Pero para encontrar el ejemplo máximo de entrega a Dios, tenemos que acudir al mismo Jesús, quien no solo da cuanto tiene para vivir, sino que se entregará a sí mismo: «Cristo se ofreció una sola vez para quitar los pecados de todos», leemos en la segunda lectura de la Misa de este domingo, de la carta a los Hebreos. Por eso Jesús se convierte en el definitivo templo, el lugar del verdadero culto a Dios, donde ya no se presentan al Señor bienes materiales ni sangre de animales, sino su propia vida.

La confianza radical en Dios

El episodio de la viuda del templo, en continuida­d con el de la viuda de Sarepta, muestra algunas caracterís­ticas comunes. En ambo casos estamos ante alguien pobre e insignific­ante a los ojos del mundo. Incluso la viuda del Antiguo Testamento pertenece a un territorio pagano. Y en los dos casos se muestra una confianza radical en Dios. Echar lo que se tiene para vivir o dar todo cuanto se posee para comer manifiesta una profundida­d de fe única. Frente a la vanidad de los que buscan los honores, la hipocresía de quienes pretenden aparentar santidad o el egoísmo de aquellos que se aprovechan de los demás y «devoran los bienes de las viudas», el Señor nos propone una confianza completa en Dios, quien, a través del salmo responsori­al afirma que «el Señor mantiene su fidelidad perpetuame­nte» y «sustenta al huérfano y a la viuda». La glorificac­ión del Señor tras su muerte es la prueba máxima de que Dios no defrauda a quien ha puesto su confianza en él.

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El óvolo de la viuda. James Tissot. Museo de Brooklyn (Nueva York)

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