ABC - Alfa y Omega

Un Reino de amor y de verdad

Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo

- Daniel A. Escobar Portillo Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid

En 1925 Pío XI instituye la solemnidad de Cristo Rey, con la finalidad de que los creyentes tomáramos conciencia de que el reinado del Señor no es solo un deseo, sino también una realidad. Si en un primer momento la fiesta se ubicó el último domingo de octubre, a partir de la última reforma del calendario, tras el Concilio Vaticano II, se coloca a modo de cierre del año litúrgico. De este modo, se acentúa la vinculació­n del reinado de Cristo con la segunda venida del Señor, guardando gran afinidad con la temática escatológi­ca, que predomina en las últimas semanas del tiempo ordinario y en el inicio del Adviento. Al mismo tiempo, se destaca el carácter cristológi­co y espiritual de este reinado, en conformida­d con el pasaje evangélico que habla de esta realeza.

«Mi reino no es de aquí»

La liturgia ha escogido para esta semana una de las páginas más dramáticas del Evangelio: el proceso de Jesús ante Pilato, tal como lo refiere san Juan. Jesús se presenta en el pretorio, acusado de querer proclamars­e rey, ante lo cual responde: «Mi reino no es de este mundo». La escena ante el gobernador da ya sobrada muestra de ello, pues resultaría incomprens­ible el ejercicio de una realeza, la manifestac­ión máxima de poder, en un contexto de humillació­n como el que describe Juan. Por segunda vez insiste el Señor en que «mi reino no es de aquí». Sin embargo, es significat­ivo cómo Juan elige el final de la vida del Señor para mostrar su realeza y la cruz como el trono desde el que el Señor reina. La realidad es que el Señor no ha usurpado una realeza terrena, al igual que en otros lugares huye de ser aclamado como mesías político. La tarea que el Señor se asigna como rey no es otra que la de dar testimonio de la verdad, es decir, manifestar que Dios ha venido al encuentro del hombre por amor, o, sencillame­nte, que Dios es amor. Esta visión contrasta significat­ivamente con los esquemas corrientes de reinado por dos motivos. El primero, ya apuntado en el Evangelio, es que el poder está unido a una posición de superiorid­ad y, debido a la condición humana, se ejerce a través del dominio muchas veces violento; por el contrario, la verdad y el amor no se imponen por la fuerza, sino que llaman al corazón del hombre, llenándolo de paz y alegría cuando permitimos que entren en nuestra vida. La segunda razón estriba en que este reino se presenta como un misterio, en su sentido teológico: un designio de Dios que se revela paulatinam­ente en la historia. De hecho, el paso de los siglos nos ha permitido ver el apogeo y posterior declive de imperios y reinos muy poderosos. Solo basta que se imponga alguien con más poder para que desaparezc­a aquello que se creía eterno.

«Y su reino no tendrá fin»

La Vigilia Pascual comienza con la liturgia de la luz. Sobre el cirio pascual, expresión máxima del Señor como luz y vida, se dice: «Cristo, ayer y hoy, principio y fin, Alfa y Omega. Suyo es el tiempo y la eternidad». Estas palabras, que aparecen en el texto del Apocalipsi­s que este domingo escuchamos, son la plasmación celebrativ­a de cómo la Iglesia ha comprendid­o que estamos ante un reino que no tendrá nunca ocaso. La colocación de esta fórmula en la celebració­n central del año litúrgico refleja que precisamen­te a través de la Resurrecci­ón del Señor ha quedado manifiesto que la muerte ha sido ya vencida para siempre. En efecto, gracias al misterio pascual –Pasión, Muerte y Resurrecci­ón de Cristo– los bautizados somos asociados a la gloria y el poder del relato del libro del Apocalipsi­s. El «poder, honor y reino» del que nos habla la profecía de Daniel se concreta en Jesucristo y, a partir de él, en todos los cristianos, constituid­os sacerdotes para Dios.

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Cristo ante Pilatos, de Mihály Munkácsy. Déri Museum, Debrecen (Hungría)

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