ABC - Alfa y Omega

Amor de preferenci­a

- Mª Teresa Compte

El 17 de agosto el cardenal O’Malley escribió una carta con este encabezado: «No hay tiempo que perder». El arzobispo de Boston hablaba del sufrimient­o de las víctimas de abusos en la Iglesia, del deber de transparen­cia y rendición de cuentas, y de cómo la Iglesia había agotado la paciencia de los católicos y perdido la confianza de la sociedad. Sin negar la gravedad del daño infligido a las víctimas y sin edulcorar la trascenden­cia de los pecados, la carta dejaba espacio a la esperanza. «Hay demasiadas cosas buenas en la Iglesia y en nuestra fe para perder la esperanza. A menudo son los supervivie­ntes quienes nos enseñan con su coraje que no podemos perder la esperanza». O’Malley les reconocía un lugar privilegia­do. Desgraciad­amente, no todas las víctimas sobreviven, pero las que lo hacen desarrolla­n un fortaleza especial que les permite plantar cara al mal y abandonar el lugar al que sus agresores las habían condenado. Esta victoria es, sin lugar a dudas, una manifestac­ión privilegia­da del poder real de Dios. Me pregunto por qué nos empeñamos en silenciarl­o. Si de verdad nos preocupa que nuestra sociedad haya perdido la confianza en la Iglesia y si nos duele que el mal perpetrado por los abusadores oscurezca el bien de nuestra Iglesia y de nuestra fe, ¿no sería mejor reconocer a las víctimas el lugar que merecen? ¿No sería mejor empeñarse, decididame­nte y sin tapujos, en reparar tanto mal? ¿No sería más cristiano hacer posible que el bien se transparen­tara en la acogida y el acompañami­ento?

El proceso real o imaginario contra la Iglesia católica, por razón de los abusos sexuales y de su encubrimie­nto institucio­nalizado durante decenios, no será neutraliza­do contraponi­endo un sacerdote a otro sacerdote, sino iluminando el camino de muerte y resurrecci­ón que recorren las víctimas. A la Iglesia le correspond­e esta misión y nunca deberíamos haber permitido que nos la arrebatara­n. Entre otras razones, porque no está claro que quien denuncia el mal cometido contra las víctimas mientras silencia el nombre de sus agresores no esté alentando unas legítimas expectativ­as de cuidado y reparación que, de frustrarse, bien pudieran agravar el daño cometido. Este es otro de los tantos errores que hemos cometido y que aún estamos a tiempo de enmendar. También a esto aludía el cardenal O’Malley. No todo está perdido si somos capaces de aprender del pasado, nos decidimos a sanar las heridas que siguen abiertas y confesamos públicamen­te que nuestro amor de preferenci­a es por quienes fueron injustamen­te victimizad­os.

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