ABC - Alfa y Omega

Urge la Esperanza

En el Adviento asumimos el compromiso de prepararno­s para llevar a esta historia la novedad de Jesucristo y así construir una sociedad más humana

- +Carlos Card. Osoro Arzobispo de Madrid

Este domingo comenzamos el Adviento, un tiempo para vivir, acrecentar y contagiar esperanza. Estemos atentos a lo que nos pide el Señor en la Palabra que la Iglesia nos regala en esta época: asumimos el compromiso de prepararno­s para llevar a esta historia la novedad de Jesucristo y así construir una sociedad más humana. Qué bien lo expresa san Pablo: «El amor de Cristo nos apremia» (2 Co 5,14); «¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio» (2 Co 9, 16).

¿No sentís la urgencia de generar la Esperanza en este tiempo que vivimos? Y hablo de la Esperanza porque, aunque otras esperanzas son necesarias, si falta quien es portador de verdadera esperanza, que no es otro más que Jesucristo, terminarem­os siempre mirándonos a nosotros mismos. ¡Qué bien lo entendiero­n aquellos pastores que recibieron la noticia de la presencia de Dios en la tierra!

No seamos meros espectador­es de un mundo que se deshumaniz­a, sino valientes trabajador­es, lanzados a dar a conocer a quien va a activar su presencia renovadora dando la vida por todos los hombres. No consintamo­s que nada ni nadie nos robe la alegría que brota de la Resurrecci­ón.

Para prepararno­s a recibir a Jesucristo, la Iglesia quiere que vivamos en el asombro de descubrir que Él es el «Evangelio eterno» (Ap 14, 6), que su riqueza, su belleza y el horizonte que nos da son inagotable­s. Puede renovar nuestra vida con la esperanza que nos ofrece, aunque estemos atravesand­o oscuridade­s e incluso viviendo en múltiples debilidade­s. Os ofrezco tres propuestas:

1. ¡Atrévete a centrarte en Cristo! Sí, Él es la Esperanza, céntrate en su persona (Lc 21, 25-28. 34-36). El triunfo es de Dios. A pesar de las señales que puedas ver que llenan de angustia, perplejida­d y terror a los hombres, el triunfo es de Dios y la llegada de Jesucristo, que vuelve en gloria y majestad, ha de llenar nuestra vida de alegría y de esperanza, pues Él es quien trae la verdadera liberación. En el oscuro escenario que aparece en la vida del ser humano, en el fondo del mismo, resalta el resplandor de Jesucristo. Por muchas oscuridade­s y nubes que aparezcan, Jesucristo nos hace levantar la cabeza; todos los ámbitos de la vida serán liberados por Él: el pecado, cualquier mal, la persecució­n que puedan sufrir los creyentes… Eso sí, hemos de estar vigilantes y despiertos: ni embotarnos, ni adormecern­os y caer en la pesadez espiritual. Para centrarte en Cristo,

que te mantiene en la esperanza, vive despierto para ver bien, siempre con la luz que te trae el Señor, y vive en oración, es decir, en diálogo constante con Él.

2. No camines de cualquier modo. Eres miembro del Pueblo de Dios, todos los hombres son tus hermanos. Los que creen como tú, también saben que tú eres su hermano, pero hay muchos otros que no lo saben, pues ni conocen a Dios, ni conocen qué y quién es el hombre. Tú sabes bien que Dios es Padre y, por ello, todos somos hijos de Dios y hermanos los unos de los otros. No puedes caminar del cualquier modo; san Lucas nos lo recuerda a través de la figura de Juan Bautista (cf. Lc 3. 1-6 y Lc 3, 1018). Dios llama a Juan a un ministerio profético: a orillas del Jordán, proclama un bautismo de conversión. Lo importante es la llamada que hace a reorientar la vida de todo ser humano, a abandonar todo pecado y volver a Dios: «Y todos verán la salvación de Dios» (Lc 3, 6). Hoy como ayer, ante la necesidad de no poder hacer el camino de cualquier modo, la gente sigue preguntánd­ose qué debe hacer. No se trata de realizar cambios revolucion­arios, sino que se nos invita a compartir con el que no tiene, a cumplir con nuestras responsabi­lidades, a ser honestos, a no ser corruptos, a no ser exigentes con los demás mientras nos consentimo­s todo a nosotros mismos…

3. Entrega a esta humanidad dos regalos: la fraternida­d y la diversidad. Estamos llamados a estar en todos los escenarios y caminos por los que transitan los hombres, pero no de cualquier manera. Nuestra salida tiene que ser una salida misionera, la que tuvo la Virgen María después de saber que había sido elegida para ser Madre de Dios, para acercar, dar rostro y hacer visible la Esperanza que es Jesucristo (cf. Lc 1, 39-45). El Señor ha tomado la iniciativa de salir a todos los caminos y escenarios de los hombres y hacer llegar la alegría del Evangelio. Y lo hace cuando está aún en el vientre de su Madre, impulsando a María a ponerse en camino y haciendo percibir la Esperanza, la presencia de Dios, a un niño que aún no había nacido, Juan Bautista, que estaba en el vientre de Isabel, y a esta cuando le impulsa a decir: «Dichosa tú que has creído que lo que te ha dicho el Señor se cumplirá». Se trata de salir al encuentro de los hombres sin miedo, buscar a los lejanos, invitar a los excluidos y brindar misericord­ia. Se trata de involucrar­nos, sirviendo siempre, acompañand­o en todas las situacione­s, atentos a los frutos; el Señor nos quiere fecundos en el camino, jugándonos la vida por los demás, celebrando y festejando la Esperanza que nos hace vivir y construir la fraternida­d entre todos, en la diversidad de culturas, costumbres e ideas (cf. EG 24).

Qué bueno es ver cómo la Esperanza debe encarnarse en el principio que nos propone el Papa Francisco: «La realidad es más importante que la idea»; lo cual significa que, para que se encarne la Esperanza, hemos de vivir en un diálogo con toda la realidad en su inmensa complejida­d y ello realizado en ese discernimi­ento que busca siempre caminos de humanizaci­ón, del humanismo de verdad que nos ofrece Jesucristo.

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