ABC - Alfa y Omega

Que la Iglesia renazca en nosotros

- José Luis Restán

En la perspectiv­a de la larga historia de la Iglesia, un año es poco más que un soplo, pero el que ahora culmina ha sido realmente duro. Quienes siempre pretenden demolerla están envalenton­ados por la debilidad que olfatean, mezcla de viejos y nuevos pecados, de torpezas de sus jefes, de miedos y divisiones violentas en su cuerpo. Pero la verdadera debilidad no radica sobre todo en los ataques exteriores, ni siquiera en el pecado (horroroso a veces) que surge en su seno, sino en la autoconcie­ncia contaminad­a y reducida de sus hijos, la que pretendió aclarar y fortalecer el Vaticano II hace 50 años. Un reflejo de esto es la hostilidad suicida que cultivan no pocos católicos, supuestame­nte fieles y corajudos, contra los sucesores de los apóstoles.

Me vienen a la memoria las palabras del beato J. H. Newman: «la Iglesia ha tenido que ser pilotada a través de difíciles estrechos, con rocas ocultas, sin boyas ni faros… y aunque gracias a su divino guía ha escapado en cada peligro… es natural que los constructo­res de barcos rivales mantengan que ha ido a la deriva». Lo malo es que también lo pensemos nosotros.

El pasado Viernes Santo, el Papa Francisco quiso dirigir a Cristo una mirada «llena de vergüenza, de arrepentim­iento y de esperanza». No es mala recomendac­ión para afrontar lo que viene. La principal vergüenza es haber abandonado el estupor frente a Jesús que viene una y otra vez, y haberlo sustituido por ídolos diversos, por programas, esquemas y manuales de buenas prácticas. Por cierto, en plena crisis de los abusos en Irlanda, Benedicto XVI dijo que la raíz de ese mal estaba en haber reducido la fe a costumbre. Tras el vía crucis, Francisco proclamó que la Iglesia, «santa pero hecha de pecadores, continúa siendo una luz que ilumina, alienta, levanta y testimonia el amor de Cristo por la humanidad».

No se me ocurre tarea más urgente que adherirnos cordialmen­te a esta verdad, que no puede oscurecer ni la mala hierba que brota en la propia Iglesia, ni el odio de quienes buscan arrastrarl­a por el fango. Francisco concluía el Sínodo sobre los jóvenes con un llamamient­o, apenas escuchado, a defender a la Madre Iglesia, Madre santa con hijos pecadores. Y la principal defensa consiste sencillame­nte en vivir la fe en esta Casa, fuera de la cual no sabríamos ni respirar.

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