«Una campaña de hombres y mujeres de a pie»
de Inglaterra de haber tenido éxito la expedición– incrementó la persecución a los católicos ingleses durante el siglo XVII, de modo especial a los sacerdotes, que pudieron ejercer su ministerio gracias a la protección brindada por familias seglares, principalmente recusants, que a su vez arriesgaban su posición. A partir de 1685, los sacerdotes pudieron contar con el amparo de vicarios apostólicos –el único legado de Jacobo II que superó la criba de la restauración protestante–, que hicieron, por supuesto en precarias condiciones, las veces de autoridad episcopal.
El fin de la discriminación
El paso del XVII al XVIII fue el arranque, tímido y lento pero inexorable, del principio del fin de la discriminación de los católicos de a pie en lo que ya era Gran Bretaña. Poco a poco aumentaba la tolerancia hacia la práctica del catolicismo, tendencia que se plasmaba en la aparición de nuevas iglesias y lugares de culto, así como de congregaciones, aunque fuesen formalmente ilegales. Nada, sin embargo, se movía en el plano político e institucional: los papistas seguían excluidos de cualquier cargo público y seguían marginados en la vida social. El punto de inflexión se produjo en 1746 con la derrota definitiva del príncipe Carlos Estuardo –nieto de Jacobo II– en la batalla de Culloden. El episodio sirvió para diluir paulatinamente la animosidad oficial a hacia los católicos y desembocó en la votación de la Ley de Ayuda Católica: esta ley derogó, entre otras disposiciones, la relativa al enjuiciamiento de sacerdotes y la cadena perpetua por mantener una escuela católica. Asimismo, los católicos estaban facultados para enajenar propiedades y heredarlas. Hasta entonces, el beneficiario de la herencia de un católico era el pariente anglicano más próximo. Mas todos estos avances no fueron bien recibidos por un sector del establishment anglicano, una de cuyas figuras, Lord John Gordon, elevó en 1780 una petición para derogar la ley. No hizo falta más para que estallasen unos disturbios que ensangrentaron Londres durante varios días.
El pronóstico inmediato era que el ambiente generado por los disturbios de Gordon entorpeciese el largo proceso de emancipación católica. Así fue. Pero, a modo de vaso comunicante estaba Irlanda, donde el malestar era latente desde finales del Siglo XVIII. La unión definitiva con Gran Bretaña –Reino Unido de Gran Preguntado por Alfa y Omega, el cardenal Vincent Nichols, arzobispo de Westminster y presidente de la Conferencia Episcopal de Inglaterra y Gales, considera que el centésimo nonagésimo aniversario de la emancipación es una ocasión para recordar la «lucha de aquellos que nos precedieron en la fe para lograr el derecho al voto, el derecho a desempeñar cargos públicos y poder participar plenamente en la vida social». «Con razón –prosigue–recordamos el papel jugado por el parlamentario Daniel O’Connell, pero también destacamos que fue en gran medida una campaña extraparlamentaria protagonizada por hombres y mujeres de a pie que luchaban para que su voz fuera escuchada».
La voz de los católicos británicos se oye hoy con nitidez, no solo en la política, sino también, como recuerda el cardenal, «en los ámbitos mediático, jurídico, académico y artístico, por lo que nuestra fe nos proporciona una perspectiva de vida cuyos efectos prácticos se perciben en escuelas, hospitales, labores caritativas y en la atención a los más pobres y vulnerables». Conclusión, de cara al futuro: «El precedente de la emancipación nos debe impulsar a garantizar a nivel internacional que otros, independientemente de sus religiones o creencias, disfrute de las libertades que nosotros tenemos garantizadas». Bretaña e Irlanda desde 1801– no hizo sino caldear un ambiente ya de por sí delicado. Un incidente ocurrido en 1816 propició un paso agigantado hacia el punto de no retorno: Daniel O’Connell, un activista y abogado católico tildó en público al Ayuntamiento de Dublín –bastión protestante por excelencia– de «corporación miserable». Ante lo que consideraban una ofensa, los aludidos retaron a O’Connell a duelo y designaron a uno de sus mayores expertos en ese arte, John D’Esterre. El combate se dirimió a favor de O’Connnell que, en un alarde de señorío, compensó económicamente a la hija de su rival.
La victoria, sin embargo, le proyectó a una fama que supo inteligentemente aprovechar creando la Asociación Católica, considerada como una entidad precursora de las luchas cívicas modernas gracias a la eficaz movilización, principalmente a través de mítines masivos y de peticiones, de lo que se empezaba a llamar opinión pública. La presión ejercida por O’Connell y los suyos logró que la causa de la emancipación se convirtiera en un asunto central de la agenda política británica. Faltaba el acontecimiento que supusiera la cuenta atrás definitiva. Este llegó por medio de una elección legislativa parcial en la que estaba en juego un escaño en la Cámara de Comunes. En contra de las leyes vigentes, O’Connell se presentó y venció al ministro de Comercio. Para tomar posesión de su escaño, precisaba jurar el Acta de Supremacía. Hacerlo era contrario a su conciencia de católico. Estaba dispuesto a echar un pulso al Gobierno, que presidía el duque de Wellington, y a un Partido Conservador roto en dos por el asunto, al igual que ocurre ahora con el brexit.
A O’Connell no le tembló el pulso. Su órdago funcionó: Wellington y el líder conservador, sir Robert Peel, prefirieron ceder antes que enfrentarse a otra revuelta en Irlanda. Más duro fue convencer al muy reticente Guillermo IV que sancionase la Ley de Emancipación. Terminó haciéndolo el 13 de abril de 1829: ese día todos los católicos del Reino Unido dejaron de ser ciudadanos de segunda categoría. Ya podían ejercer cargos públicos –con ciertas excepciones– y disfrutar de los mismos derechos civiles que el resto. Habían sido necesarios 260 años. Se había hecho justicia con los santos Tomás Moro, Tomás Beckett, Juan Fisher, decenas de mártires y millones de católicos.