ABC - Alfa y Omega

Cuando la vida duele

- José Luis Garayoa* *Agustino recoleto. Misionero en Texas (EE. UU.)

Hoy debería estar en España disfrutand­o de unos días de vacaciones con mi familia pero, como dicen, si quieres hacer reír a Dios, haz planes. Y yo los hice comprando un billete de avión con suficiente antelación para que saliese lo más barato posible.

Al estar inmerso en el proceso de conseguir la residencia permanente en Estados Unidos, no puedo salir del país sin un permiso especial que me permita reingresar sin afectar a mi estatus migratorio. Pues bien, cosas de la vida, el permiso lo mandaron en un día que nadie estaba en casa. El papelito amarillo que te invita a que lo recojas en correos voló y yo me quedé, como dicen en México, como novia de rancho: vestida y alborotada. Está resultando un vía crucis conseguir que lo reenvíen, así que no me ha quedado más remedio que cancelar mi vuelo de forma indefinida. Eso significa que me toca ausentarme de celebracio­nes familiares y de amigos en las que ansiaba participar. Y la verdad es que ya necesitaba poner un poquito de distancia y descansar del estrés que produce la situación que vivimos en este tiempo en la frontera. Además, tengo hambre de familia.

Vivir esta experienci­a me hace sentir el dolor de los que semanalmen­te visito en el centro de deportació­n. Entiendo mejor sus lágrimas, su frustració­n, su rabia. Cada papelito que me dan antes de celebrar la Eucaristía con el nombre de la madre que acaba de fallecer en Guatemala cobra especial vida estos días. Adivino el dolor que sienten al no poder estar presentes en su funeral, o en la boda de la hermana, o en la comunión de su hijo… Entiendo mejor lo que es sentirse prisionero en una ciudad.

Hace un par de domingos leíamos la parábola del buen samaritano, donde se nos mostraba quién es nuestro prójimo y las dos actitudes ante él: pasar de largo dando un rodeo o compadecer­se del que está en necesidad y entender que nuestro Dios es el Dios de la ternura y de la misericord­ia, y que se disfraza de mendigo, de enfermo, de prisionero... Que el Dios de la ternura pide asilo en nuestros puentes y pan para sus hijos. Y que, cuando rodeamos por falta de compromiso, le damos la vuelta al mismísimo Dios. Algunos, incluso buscando una razonable justificac­ión para su falta de compromiso.

Dice el Papa que «el Señor nos ama con ternura» y que tenemos que llorar desde el corazón cuando no encontramo­s respuestas. Y que no hay nada que evangelice más que una sonrisa o una caricia. Perder la sensibilid­ad por el dolor del otro se está convirtien­do en el gran pecado de nuestro tiempo. Sigo creyendo que la única solución contra tanta indiferenc­ia y tanto racismo es vivir como nos recuerda san Agustín: amándonos sin medida.

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José Luis Garayoa
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