ABC - Alfa y Omega

«Señor, enséñanos a orar»

XVII Domingo del tiempo ordinario

- Daniel A. Escobar Portillo Delegado episcopal de Liturgia de Madrid

Si el domingo pasado asistíamos a la visita de Jesús a casa de sus amigos, donde María escuchaba atentament­e lo que decía el Señor, mientras que Marta servía, este domingo es el mismo Jesús el que aparece en una actitud de contemplac­ión. No son pocos los textos evangélico­s en los que Jesús reza. Y Lucas es el evangelist­a que con mayor frecuencia lo refleja, tanto participan­do en la oración comunitari­a como en soledad. Así pues, antes de explicar Jesús cómo se debe orar, Él mismo es percibido como modelo de oración. El pasaje de este domingo no detalla ni el momento ni el lugar en el que Jesús está rezando, pero sabemos que es su ejemplo el que suscita el deseo de aprender a orar de sus discípulos. El Señor ora con frecuencia y detenidame­nte, pasando incluso algunas veces la noche entera en oración. Es significat­ivo que antes de tomar las grandes decisiones de su ministerio se retira en oración. Así sucede, por ejemplo, antes de escoger a los apóstoles, cuando toma la decisión de dirigirse a Jerusalén o momentos antes de enviar a sus discípulos a la misión. Por consiguien­te, una de las caracterís­ticas que destacan en la vida del Señor es que pese a llevar una vida de intensa actividad en comunidad con los apóstoles y el resto de discípulos que lo acompañan, Jesús busca espacios de silencio para estar en intimidad con el Padre. La madrugada o la noche parecen los momentos privilegia­dos en los que, robando tiempo al descanso, cuida de modo especial la relación con el Padre del cielo.

Una oración concreta

Llama la atención la precisión con la que el Señor enseña cómo orar: «cuando oréis, decid:». No explica Jesús cómo disponerse para la oración o cuál es el mejor momento para ella. Con toda sencillez les transmite el padrenuest­ro, recogido aquí por Lucas en una versión más breve que la de San Mateo, que es la habitual y que incorpora dos peticiones más. Desde entonces esta breve plegaria ha quedado plasmada en innumerabl­es generacion­es de cristianos, siendo recitada en todas las fases de la vida, desde los niños, que bien pronto la aprenden de memoria, hasta quienes están a punto de morir. La oración está dominada por la palabra inicial «Padre», que no solo expresa la realidad de podernos dirigir a Dios como Padre, sino también el deseo de querer ser cada día más hijos de Dios gracias a nuestro seguimient­o a Jesucristo y nuestra comunión con él. Las peticiones iniciales suponen la búsqueda de la gloria de Dios y el deseo de que el Reino de los cielos se haga presente en nuestra vida. Se pide, por lo tanto, que el nombre de Dios sea conocido, venerado y amado, anteponien­do esta realidad a cualquier otro deseo humano. La segunda parte de la oración tiene en cuenta las necesidade­s humanas, buscando no solo los bienes materiales, sino también ser transforma­dos: la petición del pan cotidiano, del perdón y de ser liberados de la tentación implica, más allá del alimento físico, pedirle a Dios la fuerza para que nuestra vida adquiera un sentido nuevo gracias a la acción del Espíritu Santo, a cuya presencia se alude al final del pasaje de hoy.

La confianza e insistenci­a en la oración

Aunque el Evangelio no abunda en detalles sobre el modo de orar, sí recoge algunos ejemplos de la vida cotidiana con la finalidad de subrayar la necesidad de no desistir en la oración, por complicado que parezca lo que pedimos. Para ello, Jesús pone el ejemplo de un amigo inoportuno, que a tiempo y a destiempo insiste en pedir aquello que necesita. Por otro lado, a través de la imagen del Padre, que siempre dará a sus hijos lo que necesitan, san Lucas nos permite ver que la oración de petición no es egoísta, como a menudo puede pensarse, sino que refleja, por una parte, la naturalida­d y confianza de quien pide ayuda y, por otra, la bondad de Dios, que nos trata como un padre a sus hijos.

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María Pazos Carretero

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