ABC - Alfa y Omega

Blanca y el pueblo sin sombra

- Guillermo Vila Rafael de Mosteyrín Gordillo Sevilla

De entre todas las fotos publicable­s en torno a la trágica muerte de Blanca Fernández Ochoa, quizá ninguna como esta describa mejor lo vivido estos días en Cercedilla. Lola no sabe qué hacer con sus manos, busca ayuda con una y, con la otra, trata de sostener el bastón de madera que, a buen seguro, tantas veces utilizó para recorrer esa sierra maravillos­a que ahora deja atrás con tanto dolor. La luz de mediodía esconde las sombras y deja al descubiert­o la crudeza de un instante sin apellidos. Como un día claro de nieve, de esos que tanto abundan en Cercedilla, días blancos de luz que Blanca Fernández Ochoa coleccionó sobre los esquís que le dieron la fama. Esa luz que golpea sin remedio las gafas de sol de Lola, manchadas,

libro de Job se presenta cómo debería ser la reacción ante el sufrimient­o de un hombre justo. Entonces se pensaba que los que hacen el bien reciben muchos premios ya en esta vida. Todavía hoy mayoritari­amente tendemos a pensar así. La enseñanza recordada con esta celebració­n–tan difícil de entender– es que el dolor humano, el sufrimient­o, adquiere todo su sentido cuando se acepta con amor. Los dolores no son un castigo de nadie. Incluso pueden ser causa y origen de bien. Cuando se aceptan con alegría son una clara demostraci­ón del bien que puede sacar Dios del mal. cansadas y reflejando un cielo que se adivina triste.

Pero la foto es también un signo de esperanza en una sociedad que se cuida a sí misma. Al lado de Lola está la familia que no abandona, como tantas, la línea de infantería ante cualquier desafío. La familia que te coge de la mano, te acompaña, te espera y te reza. La familia incluso que no aparece en la foto, como esa madre nonagenari­a que uno se imagina suspendida entre dos mundos, no sabemos si consciente del todo de lo sucedido. Y junto a la familia, la sociedad, representa­da por nuestros policías y guardias civiles, que no nos dejan caer, y por nuestros vecinos, aquellos que conocen nuestra infancia. El teléfono del policía lleva incorporad­o un cargador portátil, signo de los días largos y el trabajo triste; y sus brazos parecen abrirse, como preludio del abrazo que todos querríamos darle a esa mujer que mira al suelo sin comprender nada.

Horas después de esa foto, Cercedilla comenzó sus fiestas patronales. La familia no quiso interrumpi­r el ritmo del pueblo donde todo empezó. Pero en realidad todo era diferente. El alcalde presentó el minuto de silencio. La gente miraba la estatua de Paquito que preside la plaza Mayor. Pinino leyó su pregón y se hicieron los vivas de rigor al pueblo y a la Virgen de la Natividad. Pero nada era igual. La vida seguía su ritmo, pero a trompicone­s.

Cercedilla es un pueblo abrazado por las montañas. Blanca se las conocía todas, necesitaba de su silencio, de sus sombras y de su luz. Todo el ruido que hace el Madrid del día a día tiene su compensaci­ón en la paz de su sierra. Pero no piensen en un spa de invierno. La montaña es real. Dura. No engaña a nadie. Y no deja que te engañes. Blanca lo sabía. En ellas encontró la gloria a base de esfuerzo y compromiso. En ella tomó las mejores decisiones y, todo apunta, también las últimas. Pero en todo caso, nadie puede negar que, a partir de ahora, mirar a las montañas de Cercedilla será para siempre recordar las hazañas de Blanca, la heroína de un pueblo sin sombra empeñado en recordar sus luces.

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EFE / David Fernández
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