ABC - Alfa y Omega

«Para que el mundo se salve»

Solemnidad de la Santísima Trinidad

- Daniel A. Escobar Portillo Delegado episcopal de Liturgia de Madrid

Sin embargo, la grandeza de Dios reside en que sin dejar de ser Dios puede ser profundame­nte cercano al hombre, tal y como se refleja en este pasaje. La compasión, misericord­ia y clemencia del Señor revelan, pues, a un Dios atento a los problemas de las personas que se encuentran con Él en su camino.

La respuesta al pecado del mundo

A través del uso de unos términos típicos en san Juan (amar, creer, vida, juicio, salvación), el Evangelio de este domingo refleja, asimismo, que la proximidad de Dios con el hombre se manifiesta en la misión de su Hijo. Quien es clemente y misericord­ioso «no envió su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él». El amor al que se refiere el pasaje evangélico en su comienzo se concreta en un objetivo: la salvación del mundo. Esto es posible si se cree en el Hijo. Por otro lado, de la concepción que tengamos de Dios va a depender nuestra visión del hombre. Conocer a Dios implicará conocernos mejor a nosotros mismos, puesto que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, uno y trino. Ello significa que si Dios en sí es relación de personas, también el hombre ha sido llamado a vivir en comunidad, en familia, y a no vivir aislado. Confesar a Dios, uno y trino, lleva consigo considerar a Dios como relación en sí. De ahí que, para que el hombre se realice plenamente, ha de vivir también en unidad y relación con los demás. No se trata de un imperativo moral, sino de lo que correspond­e con nuestro ser. Cuando san Pablo saluda en su segunda carta a los corintios aludiendo a la gracia de Jesucristo, al amor de Dios y a la comunión del Espíritu Santo, nos está mostrando algo mucho más profundo que un saludo de cortesía, que nosotros hemos incorporad­o en nuestras celebracio­nes litúrgicas. La expresión manifiesta que la misión y la salvación que se realiza por medio de su ministerio se realiza gracias a la presencia y actuación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, quienes interviene­n realmente en la vida de todos nosotros.

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