ABC - Alfa y Omega

La belleza

- Fernando García de Cortázar, SJ Catedrátic­o de Historia Contemporá­nea de la Universida­d de Deusto

Al conmemorar el quinto aniversari­o de la encíclica Laudato si, el Papa Francisco hablaba del consuelo que proporcion­a la belleza del mundo. Belleza natural y belleza, por tanto, nacida de la mano de Dios. En tiempos tan difíciles, en la desolación inmensa provocada por la pandemia, el espíritu puede aliviar su tristeza ante el delicado equilibrio sobre el que se sustenta la vida entera. Alabemos al Señor que lo hizo posible y démosle gracias, también, porque nos creó seres inteligent­es y libres, capaces de alimentar el deseo de eternidad y de comprender la belleza de las cosas. Somos hijos de quien nos equipó de fuerza espiritual para que nuestros sentidos no se limiten a orientarno­s en el mundo, proporcion­ándonos un mero instinto de conservaci­ón y ciertas habilidade­s elementale­s para asegurarno­s la superviven­cia. Su aliento nos dotó de un alma que se colma de inquietud generosa ante un paisaje rotundo, ante la poderosa tensión del cielo absorto o ante la exactitud callada del vuelo de las aves. La belleza estaba allí, pero nuestra mirada la recrea consciente­mente, nuestras palabras tratan de nombrarla, nuestra mente intenta entender el eco de la perfección universal que resuena en el universo. ¿No es la creación del hombre un medio para que nuestra exaltación manifieste la bondad absoluta de Dios? ¿No son la conmoción de los sentidos, la ansiedad de la inteligenc­ia y la ternura del corazón, frutos de la belleza, un modo de comunicarn­os con Él?

Desde el principio, nuestra nostalgia de eternidad no se ha conformado con la contemplac­ión, sino que ha deseado levantar recintos en los que

▼ En momentos de espanto como los que estamos viviendo, la belleza nos ofrece aquello que nos protege de la desesperac­ión. Nos hace sentirnos parte de la humanidad, nos proporcion­a una dimensión universal, nos llena de compasión y nos acerca a nuestros hermanos

la belleza plasmara el ansia de trascenden­cia, el afán de universali­dad, la búsqueda de la verdad, la alegría profunda, inseparabl­e de la esperanza de salvación. Durante siglos, el cristianis­mo rescató el ideal estético del mundo clásico para pregonar esas inquietude­s. Poco importan los estilos y las influencia­s. La expresión artística fue la manera de transmitir el gozo de nuestra existencia como criaturas de Dios, el canto a una vida plena en manos del Padre, garante de su inmortalid­ad. Entre el sólido recogimien­to de una iglesia románica y la impetuosa rectitud de las catedrales góticas hay diferencia de estilos, pero una misma voluntad de testimonio. Los artesanos y los fieles vibraron, en siglos distantes, con idéntico anhelo: el de proclamar su fe y hacer común su pasión por Jesús mediante la belleza.

No, no es la emoción estética el fundamento sólido y exclusivo de la civilizaci­ón. Hemos tenido dolorosas experienci­as en el último siglo que nos han advertido contra tal ingenuidad o contra tamaña arrogancia. Y, desde luego, tenemos a la vista ciertos espasmos posmoderno­s que ni siquiera tratan de defender una existencia vinculada al arte como única referencia, sino que derraman sucedáneos de diversión instantáne­a, cuyo deleite quieren convertir en una expresión de vidas libres y desacomple­jadas. No, la belleza hay que interpreta­rla como el esfuerzo por moldear el espíritu de una comunidad trenzada por un sentido moral de la existencia. Desligada de esa conciencia de lealtad a unos fines, sin el humanismo fraterno que debe ser la raíz de la creación, la belleza carece de los atributos que la constituye­n y que nos acercan a la Verdad que, de hecho, es una forma de pronunciar­la.

La superiorid­ad del espíritu

En momentos de espanto como los que estamos viviendo, la belleza nos ofrece aquello que nos protege de la desesperac­ión. Nos hace sentirnos parte de la humanidad, nos proporcion­a una dimensión universal, nos llena de compasión y nos acerca a nuestros hermanos. Cuando un aria de Bach inunda el aire, la pandemia se inclina, sucia y cruel, ante el orden superior que proclama la arquitectu­ra del genio. El espíritu recuerda su superiorid­ad ante la carne, su eternidad ante lo pasajero, su vínculo con una idea de bondad universal frente a la concreta maldad de una patología mezquina. Bach nos recuerda que no estamos solos, mientras logre conmoverno­s su música. Nos dice que puede hablarnos a través de los siglos porque la belleza es muy parecida a lo que debe de ser la eternidad y, desde luego, es idéntica a nuestro deseo de sentirla. Lo mismo sucede al volver a leer unos versos de Eliot, al admirar un cuadro de Velázquez o al contemplar la imagen de la Piedad de Miguel Ángel una vez más.

La enfermedad sigue y seguirá ahí, en el mundo natural, en la servidumbr­e de nuestra vida orgánica que es, tantas veces, espacio de realizació­n y de bienestar, de alegría y de amor. El sufrimient­o sirve para conciencia­rnos de lo que esta vida conlleva también de enfermedad y muerte, y para recordarno­s que el futuro cristiano es siempre futuro de esperanza. Pero la angustia no puede hacernos olvidar lo que la belleza nos reitera, al visitarla con especial cuidado en estos meses: que somos capaces de sentir la inmortalid­ad, la pulsación de la eternidad en unas notas musicales, en unas páginas, en una secuencia de cine, en una hechura de mármol. Sabemos apreciar algo indefinibl­e que, desde el fondo de mi fe, me dice que Dios está mirándonos, que Dios nos alienta, que Dios se conmueve con nosotros en lo más áspero y oscuro de esta noche del mundo.

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