ABC - Alfa y Omega

El niño y el presente

- Guillermo Vila

Si algo nos ha enseñado la pandemia es que la humanidad forma un todo que nos trasciende, no somos uno más uno más otro y otra, sino una auténtica comunidad. En esta batalla por defender la vida de las personas, nos hemos encontrado con innumerabl­es muestras de solidarida­d que, en forma de aplauso, de donación o de oración, han hecho de nuestro mundo un lugar más habitable. Naturalmen­te, nos hemos unido ante la adversidad, ante el enemigo común. El coronaviru­s derribó el muro de los siete reinos, si me permiten la metáfora, y los vivos nos unimos ante el ejército de la muerte. Es cierto que, en cuanto los primeros brotes verdes afloraron, apareciero­n de nuevo las viejas costumbres: volvimos a mirar nuestro ombligo, que es como el Instagram de la conciencia. Y ahora que encaramos la salida de esta crisis, quizá debamos recordar otra vez que o todos o ninguno. Como ocurrió en la crisis de 2008, los pobres son los que más tarde salieron, si es que lo hicieron. Los más desfavorec­idos son siempre los que tienen menos posibilida­des de afrontar una ruptura como la que ha provocado el coronaviru­s. Por eso, muchas familias en el mundo se van a ver obligadas a que sus hijos trabajen. Y el trabajo infantil es una forma de explotació­n. Acaso ninguna tan cruel. Que los niños se dediquen a estudiar y a jugar es una de las conquistas del mundo moderno que, en la lógica de nuestra sociedad del rendimient­o, se ve amenazada. Según la Organizaci­ón Mundial del Trabajo, que este viernes conmemora el Día Mundial contra el Trabajo Infantil, la actual crisis puede empujar a millones de niños vulnerable­s a esta nueva forma de esclavitud. En total, 152 millones son obligados a trabajar en el mundo y, de ellos, 72 millones realizan trabajos peligrosos. Para esos menores, el fin del confinamie­nto no trae consigo la posibilida­d de volver al parque o a la escuela. Las fotos que hemos visto de niños corriendo alegres por jardines de Occidente tienen un reverso: la de otros niños doblando la espalda y dejándose la piel en actividade­s agrícolas o en fábricas. Uno tiende a pensar que las fotos dramáticas de niños no sirven al propósito de conciencia­r a la sociedad. Creo que tiene más efecto mostrar lo contrario, una imagen de normalidad, como la que acompaña este texto: el niño que salta, que corre, que juega, que se despreocup­a del mañana. El futuro es el mundo de los adultos. Nuestra es la tarea de prever, planificar y organizar. El niño debe disfrutar de su presente, porque, si no, cuando llegue a su futuro, este habrá desapareci­do. Y no solo para ellos. Si convertimo­s al niño en una pieza más de ese ciclo inagotable del rendimient­o, nos quedaremos sin mundo, porque ellos son la memoria de lo que fuimos, el recordator­io de que la vida no cabe en una hoja de Excel y de que hoy es siempre lo único que existe.

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EFE / Ismael Herrero
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