Edwin, una nueva vida fuera de Centroamérica
La pandemia no corta el paso de migrantes centroamericanos por México
La pandilla en la que estaba Edwin José puso precio a su cabeza. Por eso, en cuanto salió de la cárcel tomó a su compañera, embarazada, y dejó Honduras. El COVID-19 y las restricciones de EE. UU. han hecho su huida más difícil.
▼ Nada más salir de la cárcel hondureña donde estaba por pertenecer a una pandilla, Edwin José llamó a su pareja y organizaron su salida del país. Lograron cruzar las fronteras cerradas por la pandemia. Ahora esperan en un albergue de migrantes para conseguir asilo en México. Pero tardará, pues los procesos están parados
Edwin José y su pareja llegaron en mayo a la Casa del Migrante Monseñor Ranzahuer, en Veracruz (México), con una crisis nerviosa considerable. Ella, además, estaba embarazada y con riesgo de aborto. Habían salido de Honduras siete días antes. «Pertenecí a una pandilla casi toda mi vida. Podía acabar muerto, en el hospital o en la cárcel», resumen Edwin a Alfa y Omega. Fue lo último, por suerte. «Sentí que Dios me daba otra oportunidad. Ya no quiero saber más de eso», como alude siempre a su vida anterior. Por ello, su cabeza tiene un precio. En cuanto salió de prisión, avisó a su compañera para que su uniera a él en otra ciudad y salir del país, a pesar de los obstáculos «en todos lados». Incluida la pandemia de COVID-19, que ha obligado a cerrar las fronteras en Centroamérica. «Cruzamos montañas y ríos, siempre solos por si alguien nos reconocía».
Tuvieron suerte de llegar a este albergue, pues muchos están cerrados por el coronavirus. En el Monseñor Ranzahuer solo ofrecen a los nuevos comida en el exterior, para proteger a los que han solicitado refugio y están confinados en su interior. Sin embargo, «al ver a Edwin José y su pareja, el padre Ramiro dijo que les teníamos que acoger. Le recordaron a san José y la Virgen», explica María del Rocío Hernández, su coordinadora. Él espera conseguir asilo para su familia e integrarse en la sociedad mexicana. «Ahora todo está parado», pero al menos tienen un techo y seguridad.
Hernández explica que la mayoría de migrantes centroamericanos que solicitan refugio en México huyen de las maras por no poder pagar sus impuestos, por haberse salido de una o ser testigos de algún crimen. «De los que nosotros atendemos, se concede el 70 %. Pero están tardando hasta nueve meses». Y se alargarán más, pues los trámites se han detenido por la pandemia y también se han reducido los recursos de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados. Muchos solicitantes pierden la paciencia. «De las 148 personas que se confinaron aquí al principio, solo quedan 52. El resto se desesperaron y se fueron». Algunos encontraron coyotes y lograron pasar a Estados Unidos. «Otros fueron detenidos y deportados».
Nuevas estrategias
700 kilómetros al noroeste (aproximadamente una cuarta parte de lo que supone cruzar México) está la Casa del Peregrino Migrante de Huichapan (Hidalgo). Solo atienden a migrantes en tránsito, que pasan alguna noche antes de subirse al tren que cada día sale de una fábrica cercana. «Decidimos asumir el riesgo de continuar acogiendo, y al principio de la pandemia siguieron llegando hasta 100 personas al día», explica el jesuita Conrado Zepeda. Además de la acogida, les concienciaban sobre el resigo de contagio, y algunos decidieron confinarse un tiempo allí. «Llegamos a tener a 25 a la vez». El flujo se fue reduciendo, pero nunca se ha parado. «Tampoco han dejado de llegar mujeres, solas o con niños», añade sorprendido. «Son como el 2 %».
También allí han sabido de acogidos suyos que en estos meses han logrado entrar en Estados Unidos. Esto no quita que haya «un desaliento notorio por cómo cada vez es más difícil»: al blindaje del vecino del norte y a la presión de la Administración Trump a México y los países de Centroamérica para endurecer sus políticas migratorias, se suman los cierres de fronteras y las restricciones de movimiento vinculadas a la pandemia. Ahora mismo, en el norte de México hay entre 60.000 y 70.000 migrantes varados, y en el sur otros 60.000, explica Ricardo Machuca, director del Servicio Jesuita a Migrantes en el país.
El miedo al contagio, además, ha agravado el estigma y la creciente sospecha hacia los migrantes. «Pero van a seguir cruzando», asegura Zepeda. Lo atribuye en parte a falta de información sobre la pandemia. Pero, por otro lado, «dicen que prefieren morir intentando llegar a una vida mejor que perder la vida en su país. Quizá busquen otras estrategias, pero con más coste y más vulnerabilidad».