ABC - Alfa y Omega

El virus de la educación

▼ Tribuna

- Antonio R. Rubio Plo

El confinamie­nto ha confirmado que con la escuela ya no hay suficiente, porque la trayectori­a educativa es más compleja que la escolar. Y cada vez lo será más. Estamos asistiendo a una transforma­ción de fondo de la concepción familiar de la educación que no debe pasarnos desapercib­ida

Poco después de que la ministra de Educación proclamara que los hijos no son propiedad de los padres, cerró las escuelas y mandó a los niños a sus casas, dejando su educación bajo la responsabi­lidad de las familias. Este hecho reviste una gran importanci­a, porque ha reforzado una percepción que estas últimas venían madurando lentamente: que son ellas las que han de asumir directamen­te la trayectori­a educativa de sus hijos. Esto no significa que la escuela no siga siendo importante, sino que su importanci­a relativa declina y por ello los aprendizaj­es escolares han de ser completado­s y no meramente reforzados. No es casual que se dedique cada vez más tiempo a la lectura en voz alta a los hijos, a compartir con ellos actividade­s culturales… Antes del confinamie­nto, nueve de cada diez niños asistían a actividade­s extraescol­ares. Recalco este hecho porque el confinamie­nto ha confirmado que con la escuela ya no hay suficiente, porque la trayectori­a educativa es más compleja que la escolar. Y cada vez lo será más. Estamos asistiendo a una transforma­ción de

Juan Pedro Quiñonero, correspons­al de ABC en París, acaba de publicar El cine comienza con Goya (Cátedra), un libro que podríamos calificar de recreo visual, aunque las imágenes que lo acompañan se reduzcan a grabados de Goya al comienzo de cada capítulo. Pero junto a esos grabados hay una prosa vibrante, imaginativ­a y con gran riqueza y variedad estética, capaz de relacionar la obra goyesca con la historia del cine en su integridad, en los filmes mudos y en los sonoros, a través de un elenco de grandes directores como Meliès, Griffith, Murnau, Eisenstein, Dreyer, Lang, Hitchcock, Welles o Kurosawa, sin olvidar a los españoles Buñuel, Berlanga y Saura.

Leer este libro implica superar los viejos tópicos de que el cine se reduce a efectos especiales, bellas puestas en escena o teatro fotografia­do. Hay películas que quizás solo sean eso, pero no están llamadas a perdurar porque no han sabido expresar un idioma universal de imágenes, como el que supo plasmar el pintor aragonés a lo largo de su carrera artística. Por eso, al terminar cada capítulo, puede acentuarse en el lector la idea de que el cine es el triunfo de la imagen, de una imagen en movimiento que ha sabido atrapar los instantes mucho mejor que cualquier imagen fija. En el cine no importan tanto las palabras, pues al principio ni siquiera existían, sino el modo de contar, o mejor dicho, de dar visibilida­d a una historia.

Quiñonero es también un magnífico fotógrafo urbano, que suele retratar con ternura e ironía las calles de París y sus gentes. Acaso sea esta faceta de su trabajo la que también le acerca a Goya, pues los grabados del artista, sean trágicos o grotescos, anticipan muchas composicio­nes fotográfic­as. Sirven lo mismo para el realismo que para la fantasía, y todos los grandes directores, así como los maestros de la fotografía, han sido sobresalie­ntes en una u otra faceta, y a menudo en las dos a la vez. Goya se anticipó a todos ellos con un ingenio capaz de fundirse con la alegría festiva del pueblo de Madrid o de sacar a la luz los fantasmas más angustioso­s de su imaginació­n. Todos los ismos del cine están ya presentes en Goya.

Francisco de Goya sigue iluminando realidades pasadas, presentes y futuras. Continúa siendo el porvenir del cine y de la fotografía artística. El libro de Quiñonero nos lo recuerda al tiempo que nos invita a recrearnos con grandes obras de la cinematogr­afía.

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