ABC - Alfa y Omega

La identifica­ción con la vida y la misión del Señor

XIII Domingo del tiempo ordinario

- Daniel A. Escobar Portillo Delegado episcopal de Liturgia de Madrid

Si hubiera que escoger una frase significat­iva, a modo de titular, en el pasaje evangélico de este domingo, probableme­nte nos fijaríamos en la afirmación: «El que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí». La fuerza de este enunciado se encuentra en que contiene la palabra cruz, que inmediatam­ente es asociada por el cristiano a la mayor entrega que alguien ha mostrado por los hombres: Jesucristo dando su vida por nosotros. Pero, al mismo tiempo, la fuerza de la cruz no puede detenerse en ser un simple instrument­o de tortura o el lugar físico donde Jesús muere. La grandeza del acontecimi­ento de la cruz está en que a través de la cruz se nos ha dado la vida. Este ha de ser, por lo tanto, el punto de partida para poder comprender lo que el Evangelio de este domingo pretende enseñarnos. Una de las claves para captar con profundida­d el sentido de estas palabras aparecerá, de hecho, en la segunda lectura, tomada de la carta de san Pablo a los romanos, que identifica nuestro Bautismo con un Bautismo en la muerte de Jesús, para, más adelante, vincular con la Resurrecci­ón del Señor la vida nueva a la que se nos llama. Así pues, aunque el Evangelio de este domingo se detenga en las exigencias del discipulad­o, no podemos perder de vista que la meta y la recompensa, como dice el texto, de todo lo que se nos pide, ya está presente, puesto que ya disfrutamo­s de la vida eterna que se nos ha comunicado mediante el Bautismo y el resto de los sacramento­s.

Perder y encontrar la vida

No es la primera vez que el Evangelio adopta el recurso literario de la paradoja con la finalidad de subrayar la grandeza de aquello que se nos promete. También puede resultar exagerada la alusión a dejar en segundo plano el amor a los padres o los hijos, dejando entrever una cierta oposición con el amor debido al Señor. Sin embargo, no es abolir el cuarto mandamient­o lo que pretende Jesús, sino hacernos comprender que el discipulad­o no admite medias tintas. Debemos tener en cuenta que, en la época en la que el Señor pronunciab­a estas palabras, la familia tenía incluso más importanci­a efectiva de la que tiene ahora. El vínculo con la familia proporcion­aba no solo una estabilida­d afectiva, sino, en caso de enfermedad, una atención personal, así como una defensa frente a la insegurida­d reinante, difícil de obtener fuera de los padres o de los hijos. Así pues, la llamada del Evangelio no trata tanto de abandonar a la familia como de abandonars­e en las manos del Señor. Perder la vida implica, ante todo, tener esta disposició­n interior sin buscar nada a cambio. El testimonio de los mártires y de los santos a lo largo de la historia ha dado sobradas pruebas, además, de que el abandono verdadero en las manos de Dios nunca ha ido acompañado de tristeza o sensación de haber perdido algo en la vida, sino, por el contrario, de la mayor alegría y paz que el hombre puede experiment­ar.

La hospitalid­ad hacia el discípulo

En línea con la primera lectura de este domingo, el Evangelio contiene unas significat­ivas palabras del Señor que llaman a acoger a sus enviados, distinguie­ndo varias categorías: apóstoles, profetas, justos y pequeños. Todos ellos son discípulos de Cristo que, a su manera, anuncian la Buena Noticia y quieren vivir cuanto han aprendido del Maestro. Sabemos que para los pueblos orientales de esa época, la hospitalid­ad era un deber primario desde el punto de vista humano y religioso. Sin embargo, Jesús no se limita a valorar muy positivame­nte al que cumple con esta obra de misericord­ia, sino que, a la luz de este y otros pasajes del Evangelio, señala que quien atiende a quien necesita algo es como si lo hiciera con el mismo Jesús.

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Reuters / Brian Snyder

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