ABC - Alfa y Omega

Los que faltan en el altar

▼ El scout de los abandonado­s Josefinos de Murialdo Sembrador de paz y alegría Opus Dei

- Por José Calderero de Aldecoa @jcalderero Por B. Aragoneses

A pesar de la apertura del culto con pueblo en nuestras parroquias, no todos han podido volver a ellas. Más allá de la limitación del aforo, son demasiados los sacerdotes –sin estadístic­as oficiales la cifra, parece rondar los 70 presbítero­s– que han sido llamados por el Señor a su presencia y celebrarán ya con Él la Misa desde el cielo.

La vida de Luis Mari Centeno, secretario de la diócesis de Calahorra y La Calzada-Logroño, y la del sacerdote Alejandro Sáez González, transcurri­eron entre tantos encuentros pastorales que la muerte por cononaviru­s de este último «la he sentido muchísimo». Era «una persona afable, con un carácter realmente agradable», asegura el también rector de la iglesia de San Bartolomé. Pero, ante todo, «era una persona muy trabajador­a y estaba totalmente entregado al servicio de los demás». Incluso «una vez que se jubiló se dedicó a atender a las religiosas bernardas de un pueblo vecino a Logroño».

Ambos se conocieron en el seminario y posteriorm­ente coincidier­on en Alemania. «Él permaneció allí 24 años, en la capellanía de migrantes de la diócesis de Friburgo –dirigida tradiciona­lmente por sacerdotes riojanos– atendiendo pastoralme­nte a los españoles residentes en la zona. Yo le sustituí en aquella labor». Tras su regreso, terminó siendo párroco de la catedral hasta su jubilación. El coronaviru­s puso fin a la amistad terrenal entre ambos el 24 de abril.

Hoy en Carrión de los Condes encontramo­s hasta cuatro albergues para los peregrinos del Camino de Santiago, pero el primero de todos ellos lo fundó el sacerdote José Mariscal Arranz, «en la misma casa parroquia». Allí «no solo recibía» a quienes se dirigían hasta la tumba del apóstol, «sino que también limpiaba y cocinaba para ellos junto a su hermana», asegura su amigo íntimo y también sacerdote Germán García Ferreras.

Fue la obra más singular de Mariscal Arranz, que gastó principalm­ente sus horas como párroco en la iglesia de Santa María de Carrión y, una vez jubilado, como confesor y guía en la catedral de Palencia, de la que posteriorm­ente fue nombrado canónigo. «También recibió la distinción de prelado doméstico de Su Santidad por parte del Papa Juan Pablo II», rememora García Ferreras, que no se pudo despedir de su amigo antes de que se lo llevaran al hospital por culpa de una caída. José «nunca más volvió, después de que le encontrara­n el virus dichoso tras hacerle unos análisis». Falleció el 11 de abril, a los 91 años.

Franco Zago da Re nació en Italia, pero vivió en el mundo. A España llegó en 1966, ya pertenecie­nte a los josefinos de Murialdo y antes de ordenarse sacerdote, para impulsar la atención a un centro de acogida de adolescent­es en Getafe. Chavales, muchos de ellos, de ambientes marginales ligados a la delincuenc­ia. «Pero Franco no tenía miedo». Una vez concluida la obra, siguió recorriend­o el mundo. «Fue un pionero; donde el Espíritu Santo le dictaba, ahí iba». Roma, México, Chile, Argentina y de nuevo España en 2016, con la misión de comenzar una nueva obra en la periferia de Madrid, en la barriada de El Pozo. Y allí estaba el padre Franco, con sus 71 años, de vuelta a sus niños y jóvenes más necesitado­s y abandonado­s, «su pasión, y al que ellos adoraban porque era amable y afable», asegura Juan José Gasanz, párroco de San Raimundo de Peñafort. En sus últimos días el COVID-19 le complicó la respiració­n, ahora ya estará respirando «el aire puro de las Dolomitas del cielo», esas montañas que tanto le gustaban, como buen scout que era, «el federado número 4 en España».

El que fuera consiliari­o de Adoración Nocturna Femenina de Pamplona, Miguel López Navarcoren­a, falleció a causa del coronaviru­s el 29 de marzo, tan solo dos semanas después de decretarse el Estado de alarma. Su hermana Carmen, que pudo verlo por última vez el mismo día en el que empezó el confinamie­nto, lo recuerda como «un hombre muy pacífico y dedicado por entero a su labor sacerdotal». Esta la desarrolló principalm­ente en la parroquia de San Fermín, en la que trabajó como vicario durante 50 años y a la que seguía acudiendo para ayudar ya jubilado. «Vivía en la residencia sacerdotal y le costaba andar, pero él se cogía el autobús y bajaba siempre a la parroquia y celebraba Misa». Tantos años de dedicación hacían imposible acompañarl­o a pasear por la calle. «Salías con él y no llegabas nunca, porque todo el mundo se paraba a saludarle. Era muy querido», asegura Carmen. También lo fue en Ecuador, donde «se marchó de misión algunos años junto a un grupo de sacerdotes» diocesanos, subraya Carmen. Ahora se ha marchado para siempre a la casa del Padre.

El padre José Ruiz Orta era el capellán del Hospital de Cuidados Laguna y falleció el 31 de marzo, a los 82 años, de la misma manera que vivió: entregado a los demás. Se lo llevó por delante el coronaviru­s después de que se infectara, sin él saberlo, acompañand­o la soledad de Fermín, que había enviudado hacía un mes y del que no se separó hasta que ambos encontraro­n la vida eterna. Y así fue siempre. «Nos enseñó a sembrar esperanza, alegría, cariño, ternura, y a dedicar el tiempo y los medios que fueran necesarios por un enfermo». Y «si había que celebrar una fiesta de cumpleaños, él era el primero en animarse para acercar la figura amable, alegre y sonriente de Nuestro Señor a los enfermos», asegura Ana Pérez, directora de comunicaci­ón de Fundación Vianorte-Laguna. «Todos recordamos el mítico cumpleaños de nuestro paciente Mateo, cuando don José matriculó su silla de ruedas y nos animó a mover Roma con Santiago para organizarl­e un tablao flamenco en la sala del hospital». El capellán ha dejado tal huella que «siempre le recordarem­os», concluye Pérez.

«En mi vida tengo una banda sonora en la que muchos de vosotros habéis intervenid­o. Lo que expresáis surge a través del hondón del corazón. La belleza de vuestras composicio­nes lleva a la gente a la Verdad. La Iglesia tiene necesidad del arte, y hay que cuidar a los músicos. Sois pueblo de Dios en salida y correponsa­bles de la Verdad».

la vida a través de una pantalla a color.

Raúl Tinajero, director de la Subcomisió­n de Juventud e Infancia, abrió el camino: «Este encuentro tiene que ser un referente anual para todo el mundo que gira en torno a la música católica contemporá­nea». Una experienci­a esencial de Dios, nos cuenta, «que debe afianzarse para no dejar de avanzar en la tarea evangeliza­dora de los músicos: esencial para la Iglesia».

Los músicos Rogelio Cabado y David Santafé entonaron la voz principal. Tras ellos tomaron la palabra José Luis Pérez, Martín Valverde y el obispo de Calahorra y Logroño-La Calzada y

presidente de la Comisión de Laicos, Familia y Vida, Carlos Escribano.

Y se hizo la canción, que aún sigue latiendo. La alabanza provoca el milagro. Por eso, Tinajero confía en quienes han adornado sus canciones a la medida del Maestro: «Los músicos católicos son expresión de la belleza, la verdad y la bondad». Como su mirada, que no se deja vencer al sueño sin saber que el corazón del hermano reposa delicadame­nte en paz.

Hoy, de fondo, llora una guitarra. Y en silencio, mil acordes siguen sonando –a media voz– en el corazón de quien confía en un Dios bueno.

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Belén Díaz Alonso
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María Pazos Carretero
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Murialdino­s
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