ABC - Alfa y Omega

Vender todo lo que uno tiene

XVII Domingo del tiempo ordinario

- Daniel A. Escobar Portillo Delegado episcopal de Liturgia de Madrid

Concluimos este domingo el tercero de los grandes discursos del Señor, según san Mateo. Con las parábolas del tesoro escondido, la perla preciosa y la red, cerramos este ciclo de enseñanzas en las que, comenzando con el sembrador, hemos ido concretand­o algunos de los aspectos del Reino de los cielos, tal y como los presenta Jesús en su predicació­n. Si en los domingos pasados destacaba el valor de lo pequeño y lo humilde, ahora se pone en primer plano la alegría que produce en el hombre encontrars­e con lo que merece realmente la pena. Y es esta la intención del Señor: mostrarnos que estamos ante una realidad de gran valor y que, cuando encontramo­s algo así, cualquier sacrificio y esfuerzo pasan a un segundo plano, en comparació­n con lo que obtenemos.

El tesoro y la perla

De un modo casi gemelo, como un duplicado para reforzar la verdad que se nos quiere transmitir, Jesús compara el Reino de los cielos a dos realidades: un tesoro y una perla fina de gran valor. Hay un elemento objetivo: se trata de algo que es valioso, que en sí atrae y provoca en quien lo descubre centrarse en ello y olvidarse de lo demás. Asimismo, se produce un cambio subjetivo: la alegría y entusiasmo que impulsan al que descubre algo así a aspirar a ello. Con esto no nos dice poco la parábola, ya que el Señor garantiza que el Reino de los cielos no es una ilusión, una utopía o algo que sería deseable pero inalcanzab­le. Sabemos que en los últimos siglos han sido muchos quienes han tachado al cristianis­mo o a las religiones de intentos de crear una atracción hacia algo inexistent­e con la finalidad de tener controlada a la sociedad. Sin embargo, la revelación del Evangelio es clara. Mediante la sencilla imagen de lo escondido se nos habla de una verdad ni ficticia ni imaginaria. Ahora bien, sí que hay una condición necesaria para poder beneficiar­se de algo de tan gran valor como es el tesoro, la perla o, en el mundo real, el Reino de los cielos. Es preciso descubrirl­o. Obviamente, quien no halla un tesoro pensará que no existe, que es una quimera o una fantasía.

La primera lectura de la Misa de este domingo nos ofrece alguna pista para poder encontrar aquello que merece la pena. Cuando el Señor le ofrece al rey Salomón escoger lo que desee, la Escritura da cuenta de que podría haber pedido aquello que hubiera querido, como, por ejemplo, una vida larga o riquezas. Sin embargo, Salomón

busca del Señor obtener un corazón atento y el discernimi­ento entre el bien y el mal. Esta atrevida elección es una de las causas de que este rey haya pasado a la historia como el paradigma de sabiduría del Antiguo Testamento. Para el cristiano de hoy, el ejemplo de Salomón enseña que descubrir algo que merezca la pena nos exige una cierta sintonía con aquello valioso. Esto no significa, ni mucho menos, que solo los sabios, los entendidos o los más refinados según el mundo sean capaces de descubrir lo verdaderam­ente importante. No es una sabiduría humanament­e elitista la que adquirió Salomón, ni mucho menos la que pide el Evangelio. Al contrario, conocemos las duras palabras de Jesús hacia quienes se consideran importante­s conforme a los valores del mundo, puesto que el Señor detesta al soberbio.

El Reino y la Palabra

Por otra parte, es indudable la conexión que las parábolas de estos domingos establecen entre el Reino de los cielos y la Palabra de Dios. Por eso, algunos versículos del salmo responsori­al ayudan a identifica­r ese tesoro o esa perla de gran valor con la Palabra del Señor, o con lo que llama la «ley del Señor», de la cual se afirma que vale más que miles de monedas de oro y plata, o que tiene más valor que el oro purísimo. Comprender la enseñanza del Señor es tener las armas para poder toparse con cuanto merece la pena en la vida del hombre y desechar todo lo que la entorpece.

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Lawrence OP El tesoro escondido. Vidriera en la iglesia de St. Mary Abbot en Londres (Inglaterra)

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