La monja prodigio
Ana de Austria, o los Papas Paulo V y Urbano VIII. Sin duda, su labor como priora, enfatizando una religiosidad activa basada en la caridad y las obras, ayudó a superar el caos imperante de las guerras de religión y la polarización en una Francia agrietada por las guerras sangrantes entre protestantes y católicos. Para no desviarse del camino de perfección cristiana, a sus novicias les mostraba la trascendencia en el control de las emociones y la renuncia de lo material, con gran reticencia a los arrobos. En el trato diario, defendía comunicar dulcemente, pausadamente y en voz baja, con modestia, sin interrumpir al interlocutor y sin mirar ni aquí ni allá, ni elevar los ojos, ni mover la boca, ni las piernas, ni la cabeza, ni gesticular con las manos para no desviar la atención del receptor. ¿Quién mejor que ella que había hablado en público tantas veces?
Solo llegó a venerable
Todo ello en un escenario de replanteamiento de la Contrarreforma en el que Juliana, inf luenciada por Francisco de Sales, intentó recatolizar la Francia meridional, ejerciendo un notable apostolado como priora. Una sabia que renunció a la exhibición del conocimiento oral para dedicarse a la traducción de la obra de san Vicente Ferrer, y a escribir tratados para educar a sus compañeras y a la sociedad de la época, con una inteligencia emocional sin delirios místicos y con un racionalismo, ejercido impecablemente, que la llevó a conectar con las fuerzas espirituales de su tiempo, aplicando un modelo católico en el que se unía la ortodoxia reguladora y la proyección social.
Es curioso que nunca haya sido postulada a la beatificación o canonización (sí llegó a la condición de venerable), reuniendo todas las dotes de ejemplaridad que puedan considerarse canónicas para su elevación a los altares.