ABC - Alfa y Omega

La mística que desafió la peste negra y la frivolidad de la corte

Mística y caritativa al mismo tiempo, santa Francisca Romana arriesgó su vida en tiempos de la peste negra. Madre de familia, ha sido durante siglos modelo para esposas y consagrada­s

- Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo Madrid

Benedicto XVI definió a santa Francisca como «la más romana de las santas», porque durante los siglos en los que los límites de la Iglesia parecían empezar y acabar a orillas del Tíber, generacion­es de romanos la tuvieron como a su santa de cabecera.

Francisca nació en 1384 en una familia noble y con antiguas raíces en la Ciudad Eterna. Desde niña se sintió inclinada a la oración y a la penitencia, algo que no cambió el hecho de que a los 12 años sus padres decidieran casarla con Lorenzo Ponziani, procedente de una rica familia de ganaderos del barrio de Trastévere. De aquella unión nacieron tres hijos que fueron testigos de la feliz convivenci­a de sus padres, no exenta de pruebas: en la guerra contra el reino de Nápoles, Lorenzo resultó herido y su salud se resintió durante el resto de su vida.

Francisca entabló una íntima amistad con su cuñada Vannoza, junto a la que inició un apostolado caritativo muy intenso, visitando a los pobres de la ciudad y llevándole­s sobre todo el pan de cada día y el tesoro de la oración.

Acción y contemplac­ión definieron la vida de Francisca durante toda su existencia. Junto a Vanozza trabajó en los hospitales de Santa María en Cappella, Santa Cecilia y Santo Spirito, y todos los pobres de la ciudad sabían que su puerta estaba siempre abierta para ellos. Vendió todos sus adornos para aumentar sus limosnas y, en los años de hambre pertinaz, llegó a vaciar por completo su despensa a favor de los que llegaban a pedir comida, llevando hasta el extremo el ejercicio de la caridad y la fe en la providenci­a.

En el año 1413, la peste negra devastó la ciudad de Roma y Francisca hizo de su palacio familiar un hospital de campaña, cuidando ella misma de los enfermos aun a riesgo de contagiars­e y perder la vida. Fueron años en los que la miseria se multiplicó y la decrepitud en la Ciudad Eterna fue tal que hasta se veían lobos andando por las calles. En medio de esta situación, la santa cuidó no solo de los cuerpos sino también de las almas, pagando incluso de su bolsillo a algunos sacerdotes para que fueran a confesar y entregar la Comunión a los enfermos.

En 1425, después de 28 años de unión, Francisca pidió a Lorenzo llevar una vida casta en su matrimonio para vivir una mayor consagraci­ón al Señor y a las obras de caridad. Siguió viviendo en casa cuidando de su familia, pero también se lanzó al empeño de reunir en torno a sí a unas cuantas jóvenes damas romanas entrampada­s en las frivolidad­es de la corte.

De este modo, el 15 de agosto Francisca y otras nueve compañeras hicieron su entrega en la abadía de Santa María Nuova, constituye­ndo así una nueva cofradía de oblatas bajo la regla de san Benito pero sin clausura ni votos, para así tener la libertad de salir a atender a los pobres.

En 1433, compró una casa al oeste del Capitolio, el actual monasterio de Tor de’Specchi, para que todas las hermanas pudieran llevar una vida comunitari­a. Francisca no se unió a ellas hasta la muerte de Lorenzo, en 1436.

Éxtasis, visiones y milagros

Giovanni Mattiotti, uno de los sacerdotes de Santa María del Trastévere y su confesor durante los últimos once años de su vida, dejó por escrito muchos hechos que los romanos de aquellos días ni siquiera podían imaginar. Después de recibir la Eucaristía, Francisca caía en un éxtasis –durante horas y días enteros–, que la dejaba en completa paz. En otros éxtasis que su confesor denominada «móviles», la santa cantaba, bailaba y predicaba en público desde el ambón de la iglesia. Durante años llevó en el costado una llaga que la asemejaba al Señor, y ya en su celda, a solas, el diablo solía perseguir a Francisca para alejarla de la oración y la sometía a palizas que la dejaban exhausta. También recibió mensajes que ayudaron al Papa Eugenio IV a aliviar la crisis cismática en torno al Concilio de Basilea.

Sus biógrafos cuentan de ella multitud de milagros, desde la multiplica­ción de comida hasta curaciones, y también uno de los fenómenos más caracterís­ticos de la santa: sus visiones del infierno, del purgatorio y del cielo. Vio cómo los pecados que más daño hacen son los de la carne, los de la avaricia de dinero y los de la idolatría. Menciona también las «mesas parlantes» que engañan a muchos, en alusión a la güija. En el cielo vio las almas de los santos iluminadas por rayos que parten de las llagas de Cristo, y también vio «al Ser como es permitido verlo a una criatura que vive en la carne, inmenso y lleno de esplendor».

A principios de 1440 predijo la fecha de su muerte: el 9 de marzo, día en que la Iglesia la recuerda. Y así fue. Sus últimas palabras fueron: «El ángel del Señor me manda que lo siga hacia las alturas».

Roma ya tenía a su santa.

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2 La limosna de santa Francisca Romana, de Giovanni Battista Gaulli. Getty Museum, Los Ángeles (Estados Unidos).

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