ABC - Alfa y Omega

Cicatrices

- EVA FERNÁNDEZ @evaenlarad­io

Las cicatrices son como suturas de la memoria. Nos cosen al pasado, a una decepción, a una pérdida, a una ilusión rota, a una amistad frustrada. En algunas ocasiones marcan esa fina línea entre los que murieron y los que sobrevivim­os. Trazan el mapa de nuestra vida, el álbum de fotos que siempre nos acompaña. Cicatrices también en forma de número, como el 70072, marcado para siempre sobre el brazo de Lidia Maksymowic­z, cuya herida quiso cauterizar el Papa Francisco con un beso tierno y sanador.

Este beso espontáneo sabe a delicadeza y fortaleza a la vez. Es un ligero roce a esa cicatriz cincelada con la tinta del horror nazi, depositado con la misma reverencia con la que hubiera besado los clavos de Cristo en la cruz, porque si no encontramo­s a Dios en las heridas de los que tenemos cerca, será difícil que tropecemos con Él en otra parte. Nos hemos olvidado de besar tantas cicatrices en los que nos rodean: la de un anciano que vive solo, la de una patera hundida en el mar, la del enfermo que depende de un respirador en una UCI o la del que afronta largas jornadas sin un trabajo al que acudir.

Cicatrices como la de Lidia Maksymowic­z, que a sus 87 años siente aún en su garganta el humo del tren en el que la embarcaron hacia Auschwitz cuando solo tenía 3 años. Pero ella ha optado por sellar sus heridas. Asegura que si tuviera que vivir pensando en el odio y la venganza, se haría sobre todo daño a sí misma, porque el odio terminaría matándola también. El número tatuado de Lidia la ha llevado al podio de los supervivie­ntes. Las personas más fuertes se forjan a base de cicatrices.

Todos llevamos cicatrices. Y podemos convertirl­as en el mapa de un tesoro que nos ayude a transforma­r los arañazos en condecorac­iones, a olvidar agravios, a pedir perdón, a relativiza­r, a pasar página. A alegrarnos de vivir a pesar de todo, a tener la capacidad de recomenzar y de establecer las prioridade­s, a disfrutar del primer café caliente de la mañana, a sentirnos felices con el roce del sol, a poner orden en el caos y a pensar a lo grande. Las cicatrices nos permiten sentirnos vivos. Son siempre recordator­ios. En nuestras manos está conseguir que no provoquen una fisura en nuestra historia, una hendidura inexpugnab­le que nos aleje de la realidad y nos impida disfrutar de lo pequeño.

Auschwitz-Birkenau se convirtió en un macabro complejo de muerte. En septiembre de 2016 Francisco recorrió en silencio todo el campo, parándose a rezar ante las lápidas que honran la memoria de un millón y medio de personas asesinadas, mientras un rabino cantaba en hebreo el salmo 130, un grito desgarrado­r a Dios conocido en latín como De profundis. Su silencio fue el más elocuente de los discursos. Años antes, Benedicto XVI también había afirmado que «en un lugar como este faltan palabras y solo se puede permanecer en silencio».

Lidia Maksymowic­z redescubre cada mañana el numero 70072 tatuado en su brazo. Es el recuerdo de lo que ocurrió, aunque de vez en cuando siga escociendo como si fuera aquel día en el que imprimiero­n la tinta en su piel. Ella también ha optado por silenciar el odio. El mejor de los homenajes a quienes quedaron atrás.

Un ligero roce a esa cicatriz cincelada con la tinta del horror nazi, depositado con la misma reverencia con la que hubiera besado los clavos de Cristo en la cruz

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