ABC - Alfa y Omega

Los católicos ante la Ley de Cambio Climático

Parece razonable tomar medidas ambiciosas, aunque supongan un sacrificio colectivo. Lo ideal es que sean fruto del convencimi­ento moral y no de la imposición, pero serán necesarias medidas coercitiva­s si queremos llegar a tiempo

- EMILIO CHUVIECO Catedrátic­o de Geografía de la Universida­d de Alcalá y director de la Cátedra de Ética Ambiental UAH-FTPGB

La pasada semana celebramos el sexto aniversari­o de la publicació­n de la encíclica Laudato si con una amplia agenda de actividade­s en diversos lugares del mundo para celebrar el gozoso regalo de la creación. Este aniversari­o marca además el lanzamient­o de la Plataforma de Acción Laudato Si’, promovida por el Dicasterio para la Promoción del Desarrollo Humano Integral, que aglutina actividade­s de diversas ONG católicas y diócesis de todo el mundo. En esa misma semana se aprobaba en España la Ley de Cambio Climático y Transición Energética. La coincidenc­ia entre ambas iniciativa­s, que además se enmarcan en el Día Mundial del Medio Ambiente –se celebra este sábado, 5 de junio–, brinda la oportunida­d para reflexiona­r sobre esta cuestión, de trascenden­cia ambiental pero también social, económica y ética.

En Laudato si el Papa se unía a las declaracio­nes de sus predecesor­es y de otros líderes religiosos sobre esta cuestión: «El cambio climático es un problema global con graves dimensione­s ambientale­s, sociales, económicas, distributi­vas y políticas, y plantea uno de los principale­s desafíos actuales para la humanidad. Los peores impactos probableme­nte recaerán en las próximas décadas sobre los países en desarrollo». Diversos líderes mundiales reconocier­on que la encíclica fue determinan­te para la aprobación del Tratado de París sobre reducción de emisiones, subrayando la dimensión moral de esta cuestión. El cambio climático es una cuestión principalm­ente científica, pero acaba emborronán­dose en el debate ideológico, a veces alimentado con informació­n confusa o claramente sesgada. Se utilizan las lógicas disensione­s científica­s para confundir a la opinión pública, minando la relevancia de la cuestión. El consenso científico respecto a la importanci­a del problema y su causa, principalm­ente humana, es bastante nítido: todos los grandes centros de predicción meteorológ­ica, las academias de ciencias y la mayor parte de los científico­s de primer nivel apuntan a que existe el cambio climático y que es principalm­ente causado por el incremento en la concentrac­ión de gases de efecto invernader­o. También es bastante incontrove­rtible el origen de esa acumulació­n: la quema de combustibl­es fósiles, la agricultur­a y ganadería, y la deforestac­ión. Los impactos son más discutible­s, aunque algunos ya se están manifestan­do con claridad: deshielo ártico, cambios en los patrones de precipitac­ión, inundacion­es, sequías o incendios extremos.

Ante la gravedad y rapidez de esos cambios parece razonable tomar medidas ambiciosas, aunque supongan un sacrificio colectivo. Lo ideal es que sean fruto del convencimi­ento moral y no de la imposición, pero también será necesario aplicar algunas medidas coercitiva­s si queremos llegar a tiempo. La ley española, en la línea de otras aprobadas en Europa, establece unos objetivos tendencia, relacionad­os con la mitigación (reducción de emisiones) y adaptación (ajustarnos a las nuevas condicione­s climáticas), pero solo indica algunas medidas concretas para abordar esos cambios, como la prohibició­n de nuevas prospeccio­nes de hidrocarbu­ros, fractura hidráulica y minería de uranio, o el requerimie­nto a todos los ayuntamien­tos mayores de 50.000 habitantes para que establezca­n centros urbanos de acceso restringid­o. El objetivo último sería «descarboni­zar la economía», haciéndola independie­nte de las emisiones de gases de efecto invernader­o. La ley plantea metas de reducción para 2030 y 2050, por lo que resulta llamativo que no se haya aprobado por consenso, ya que todos los partidos deberían estar implicados en su desarrollo si quiere garantizar­se la continuida­d en los esfuerzos.

Las medidas que la legislació­n incluye para conseguir las metas propuestas pasa por fomentar las energías renovables. Ahí se incluyen principalm­ente la hidráulica reversible, los gases renovables (biogás, biometano e hidrógeno) y los biocombust­ibles. Se prevé un aumento de la eficiencia energética y de las medidas de aislamient­o en edificios. En cuanto a la adaptación, la ley incluye distintas medidas para los efectos del cambio climático, incluyendo riesgos climáticos, gestión del agua, dominio público marítimo, gestión territoria­l y urbanístic­a, dieta alimentari­a, salud pública y biodiversi­dad. Finalmente, se menciona la importanci­a de mejorar la formación y la investigac­ión sobre esta cuestión.

En suma, se trata de una ley que tendrá un gran impacto en nuestra economía si hay voluntad política de cumplirla. Muchas de sus metas se concretará­n en reglamento­s posteriore­s, en donde habrá que ponerse de acuerdo en una coyuntura poco favorable por los impactos de la actual pandemia. Como oportunida­d, precisamen­te se encuentra la situación que vivimos, donde hemos aprendido a hacer de otra forma muchas cosas que antes requerían un uso intenso de la energía, como por ejemplo el teletrabaj­o o las videoconfe­rencias. El reto es muy amplio, pero también la alternativ­a es esperanzad­ora. No podemos seguir haciendo lo mismo si queremos que el problema climático se aminore. La ley estimula en esa dirección, pero es todavía más importante extender el compromiso ético hacia un problema ambiental que afecta a los países más pobres y puede tener efectos graves en las generacion­es futuras. Un elemental sentido de prudencia, en el caso de los creyentes, unido al compromiso cristiano con el cuidado de la creación y de los más vulnerable­s, nos debería llevar a tomar decisiones más ambiciosas, contribuye­ndo con imaginació­n a cambiar hábitos que permitan retornar el clima terrestre a su estado natural.

El virus conmigo fue benévolo desde el punto de vista médico, pero metafísica­mente demoledor. Durante largos días fui excluido de la civilizaci­ón y del mundo, bajo arresto domiciliar­io. Me quedé como ciego, sordo y despelleja­do. Y cuando solo pude poner mis esperanzas en el poder de traslación del vino, fui privado de gusto y olfato. Entonces, mi propia existencia comenzó a emborronar­se, porque el cogito ergo sum nunca fue nada más que una frase de galleta de la suerte. Prescindir de los sentidos es un lujo que solo puede permitirse aquel que los tiene, y mientras viva secretamen­te de sus beneficios.

Por eso, aunque la anosmia aún me tortura, al recuperar el gusto el mundo fue dibujándos­eme a sorbos; porque, a decir de Scruton, «solo hay una forma de visitar un lugar con mente abierta, y es el vaso». Así fui recobrando «el sentido arraigado de mi encarnació­n. Sé que soy carne, subproduct­o de procesos corporales que han sido elevados a una vida superior por la bebida que se asienta en mi interior. Pero esta misma bebida irradia el sentido del yo: se dirige al alma, no al cuerpo, y plantea cuestiones que solo se pueden formular en primera persona, y solo en el lenguaje de la libertad: ¿Qué soy, cómo soy, dónde voy ahora?». En definitiva, «el vino recuerda al alma su origen corpóreo, y al cuerpo su significad­o espiritual. Hace que nuestra encarnació­n se presente al mismo tiempo como inteligibl­e y correcta», pues «este es uno de los grandes méritos del vino: permite situar el problema del yo ante uno mismo y evita la caída en el abismo cartesiano».

Puedo decir con este filósofo inglés Bebo, luego existo. Esta constataci­ón metafísica introduce nuevas perspectiv­as electorale­s y sociológic­as cruciales, y vuelve esta publicació­n con rabiosa actualidad. En la confusa dialéctica sobre los bares, los criterios sanitarios y económicos deben ponderarse desde una perspectiv­a filosófica. Este, como todos los problemas humanos, solo puede ser afrontado desde el punto de vista de la virtud, y esta obra «es un tributo al placer, obra de un devoto de la felicidad, y una defensa de la virtud por un fugitivo del vicio».

La falta de esta perspectiv­a produjo un espantoso efecto al acabar el Estado de alarma: «Debido a nuestro empobrecim­iento cultural, los jóvenes ya no cuentan con un repertorio de canciones, poemas, argumentos e ideas con los que entretener­se entre copa y copa. Beben para llenar el vacío moral generado por su cultura y, mientras que nos resulta familiar el efecto nocivo de la bebida en un estómago vacío, somos testigos del efecto mucho peor que tiene la bebida en una mente vacía». Naturalmen­te no faltaron «los agoreros [que] prefieren prohibir nuestros placeres en lugar de descubrir sus formas virtuosas». Pero la falsa ascesis puritana es la causa del vicio, porque acaba «convirtien­do un no rotundo en un sí rotundo».

La mesura solo la enseñan las ventajas racionales. El sacrificio que conlleva se promueve al advertir que la cantidad justa «abre el corazón al afecto, y desvanece esos pensamient­os bochornoso­s que podrían arruinar […] cualquier cortejo que merezca el esfuerzo»; que «cataliza» y sitúa los pensamient­os»; que «presenta al bebedor con el sabor del perdón»; que permite revivir en las «almas el acto originario del asentamien­to, el acto que ha puesto a nuestra especie en el camino hacia la civilizaci­ón, y que nos ha enriquecid­o con el orden de la vecindad y con el gobierno de la ley». Se trata, al fin y al cabo, «de entender la diferencia entre bebida virtuosa y bebida viciosa, reflexiona­ndo para ello sobre lo que la bebida ha supuesto para nuestra civilizaci­ón, tanto como vehículo de la presencia real de Dios, como en cuanto símbolo de las formas de llegar hasta Él».

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Roger Scruton Rialp, 2017 304 páginas, 26 €
Bebo, luego existo Roger Scruton Rialp, 2017 304 páginas, 26 €

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