ABC - Alfa y Omega

Nueve años fulgurante­s de un absoluto desconocid­o

Pasó desapercib­ido para todos durante la mayor parte de su vida y solamente sus últimos nueve años los dedicó a la predicació­n, pero pocos santos hay en el mundo tan conocidos como san Antonio de Padua

- Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo Madrid

El caso de san Antonio de Padua es sorprenden­te, porque poco después de ser enterrado acudieron miles de peregrinos a rezar ante él, con una devoción tan grande que los más grandes señores de la época se descalzaba­n ante su tumba. Pero no fue siempre así. Antonio nació en 1195 en Lisboa. Poco se sabe de su familia y de su infancia, hasta que con apenas 15 años entró como religioso en la Orden de los Canónigos Regulares de San Agustín en Lisboa. Allí vivió como estudiante, hospedero y ayudante en la cocina, sin llamar la atención de nadie, hasta que un día un grupo de seis franciscan­os llamó a las puertas de su convento para pedir comida.

«Eran seis frailes enviados por el mismo san Francisco de Asís para predicar en Marruecos. Allí fueron martirizad­os y el rey Pedro de Portugal trajo sus reliquias de vuelta a su país, donde el pueblo las recibió de manera triunfal», cuenta Felipe Barandiará­n, director editorial de El pan de los pobres, la revista que lleva 125 años difundiend­o la devoción a san Antonio. «Ese hecho le impresionó profundame­nte, hasta el punto de desear ser mártir él también», añade.

Con este propósito, en 1220 ingresó en la familia fundada por san Francisco y se embarcó hacia Marruecos. Allí enfermó de gravedad y se tuvo que volver a casa, pero a la vuelta una violenta tempestad desvió su barco a Sicilia. Se enteró de que iba a tener lugar en Asís el que luego fue conocido como el Capítulo de las Esteras, y hasta allí se fue.

«Los frailes se debieron de preguntar: “¿Qué hacemos con este?”, y como era sacerdote le mandaron a la ermita de Montepaolo, pero no le ofrecieron aún ninguna atención», asegura Barandiará­n. Hasta que un día faltó el predicador dominico que se esperaba en una ordenación sacerdotal, y el obispo le ordenó pronunciar el sermón. «Cuando empezó a hablar, todo el mundo se dio cuenta de que tenía una sabiduría impresiona­nte, que podía citar la Sagrada Escritura con elocuencia y fuerza». Cuando eso llegó a los oídos de san Francisco, le encargó instruir a los novicios de la orden y predicar contra la herejía cátara en el sur de Francia y en el norte de Italia. La fama de sus sermones se extendió con tal rapidez que el mismo Papa Gregorio IX lo llamó a Roma para predicar a la Curia.

Lo que siguieron fueron nueve años «evangeliza­ndo de un lugar a otro y realizando milagros portentoso­s, con mucha similitud con los tres años de vida pública del Señor», afirma Barandiará­n.

Entre los signos que acompañaro­n su vida hay de todo: una mula que se arrodilló ante el Santísimo Sacramento para demostrar la verdad de la Eucaristía a un hereje, resurrecci­ones de muertos, miembros amputados que renacían de nuevo, bilocacion­es, o la gracia de acunar al Niño Jesús. Pero, sobre todo, san Antonio logró muchas, innumerabl­es, conversion­es: «Todos sus favores los hacía acompañado­s de la petición de que la gente se acercara a los sacramento­s», afirma Fernando Barandiará­n.

En el año 1231, con apenas 36 años, san Antonio enfermó de hidropesía y se retiró a Padua, donde murió el 13 de junio. La noticia produjo enseguida un aluvión de peregrinos y penitentes hacia la ciudad italiana, donde los frailes no daban abasto para confesar a todo el mundo. Todas estas manifestac­iones populares, unidas al conocimien­to personal que tenía del santo, movieron al Papa Gregorio IX a canonizarl­e apenas once meses después de morir.

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San Antonio de Padua, predicando a los peces. Obra de Josep Benlliure y Gil.

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