Un Papa contra el totalitarismo fascista
«Mussolini es un hombre formidable. ¿Ha entendido bien?». Así se expresaba en 1921 el cardenal Achille Ratti, arzobispo de Milán, cuando le preguntaron por el duce del fascismo, que aún no gobernaba, pero que ya despuntaba en la confusa política italiana. Al año siguiente, Ratti fue elegido Papa bajo el nombre de Pío XI y Mussolini se hizo con el poder a raíz de la intimidatoria marcha sobre Roma. Ambos estaban condenados a entenderse, al tener que resolver la espinosa cuestión romana, que impedía desde 1871 la normalización de relaciones entre la Santa Sede e Italia. Y ambos empezaron con gestos de buena voluntad: desde el Palacio Apostólico se hizo la vista gorda sobre las primeras tropelías del fascismo –como el asesinato del diputado socialista Matteotti por parte de la Policía– y se impulsó el exilio del padre Luigi Sturzo, fundador del democristiano Partido Popular y principal opositor del régimen; por su parte, Mussolini contrajo matrimonio canónico con la madre de sus hijos, a los que hizo bautizar y recibir la Primera Comunión en un tiempo récord.
Pero ni el Papa podía desentenderse de la misión y los intereses de la Iglesia ni Mussolini iba a renunciar a un proyecto cuya naturaleza totalitaria era cada día más perceptible. El choque entre ambas partes era inevitable. El duce inició las hostilidades en abril de 1926 al crear la organización juvenil Balilla, de la que debían formar parte, con carácter obligatorio, todos los menores de edad de ambos sexos una vez cumplidos los 6 años. Al mismo tiempo, el régimen, a través de sus secuaces, intensificaba su acoso contra las organizaciones seglares católicas, centrando su furia en Acción Católica y en los Scouts Católicos; pero sin olvidarse, por ejemplo, de sindicato estudiantil católico, cuyo consiliario era el padre Giovanni Batttista Montini, futuro Pablo VI. En agosto de ese año se retomaron las negociaciones diplomáticas ente la Santa Sede e Italia, pero ante la incesante violencia anticatólica, Pío XI no se privó de denunciarla públicamente durante el consistorio de diciembre.
Mussolini estrechó aún más el cerco al ordenar a principios de 1927 la integración de todas las organizaciones juveniles bajo el paraguas del fascismo. El corolario de esta medida fue la disolución de facto de los Scouts Católicos y de la Federación Católica Italiana de Asociaciones Deportivas. Pío XI volvió a protestar, pero esta vez en privado mediante una carta a su secretario de Estado, el cardenal Pietro Gasparri. El historiador Frédéric Le Moal explica la prudencia pontificia por el convencimiento según el cual «el fascismo había tomado las riendas del Estado para rato». Sea como fuere, la estrategia fue acertada, pues el 11 de febrero de 1929 la Santa Sede e Italia sellaron su reconciliación con la firma de los Pactos Lateranenses. La diplomacia vaticana estuvo especialmente hábil al ceder en la disolución de los Scouts Católicos a cambio de incluir el estatus de Acción Católica en los pactos, lo que garantizaba a la organización una protección de derecho internacional. La cláusula tendría su importancia dos años después.
La firma de los pactos no moderó el discurso ni los actos del fascismo. El 13 de mayo de 1929, durante la ratificación parlamentaria de los pactos, Mussolini pronunció un discurso en el que afirmaba la supremacía de los derechos del Estado sobre los de la Iglesia. Se había desatado entre la Santa Sede e Italia una tensión que ya era imparable. Aunque con una diferencia esencial: mientras una parte agredía sin contemplaciones, verbal y físicamente –la violencia contra Acción Católica no conocía límites–, la otra defendía pacíficamente sus derechos. Así fue hasta el 30 de mayo de 1931, día en que Mussolini disolvió la Acción Católica. Esta vez, con el brazo seglar de la Iglesia, aniquilado, Pío XI no podía ceñirse a una mera queja: el 29 de junio publicó la encíclica Nom abbiamo bisogno ( No necesitamos), denunciando el «totalitarismo pagano del fascismo» y su «estadolatría». Al cabo de unos meses, Mussolini anuló su decreto, pero el documento papal sentó el precedente decisivo para otras dos encíclicas antitotalitarias: Mit brennender Sorge, contra el nazismo y Divini Redemptoris, contra el comunismo. El Papa podía decirlo más alto, pero no más claro.
Hace 90 años, Pío XI replicó a la agresividad anticatólica de Mussolini con la encíclica No necesitamos, en la que denunciaba la «estadolatría pagana» y llamaba a defender la libertad de las conciencias