ABC - Alfa y Omega

Partícipes de su divinidad

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Al final de su Evangelio, Marcos nos narra el último encuentro de Jesús resucitado con sus discípulos, en el que les encomienda su mandato misionero antes de su ascensión al cielo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16, 15). Precisamen­te Cristo ha sido elevado al cielo para «hacernos partícipes de su divinidad» (Prefacio II de la Ascensión) y así poder seguir haciendo presente en el mundo su amor divino. Jesús es llevado al cielo y sentado a la derecha de Dios (cf. Mc 16, 19) «donde no cesa de ofrecerse por nosotros, intercedie­ndo continuame­nte» (Prefacio Pascual III) para que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimien­to de la verdad» (1 Tm 2,4).

Mientras caminamos hacia nuestra patria definitiva donde Cristo «nos precede el primero como cabeza nuestra, para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino» (Prefacio I de la Ascensión), la Iglesia responde a la misión que el Resucitado le ha encomendad­o hasta que vuelva definitiva­mente. El anuncio de la muerte y resurrecci­ón de Cristo a toda la creación, como signo inconfundi­ble de su amor por el hombre, constituye «la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda» (EN 14). En la medida en que la Iglesia toma conciencia de su universal misión evangeliza­dora, se renueva y fortalece su identidad más profunda y, por tanto, cuanto más fiel es a la misión dada, más dicha encuentra. De hecho, la esterilida­d, hastío y cansancio que a veces nos asola es el fruto de una crisis de identidad y, por tanto, de una confusión existencia­l.

Es un anuncio que está acompañado de signos que lo hacen creíble. No se trata de un mero discurso o la explicitac­ión de un contenido, sino la experienci­a viva de la victoria sobre el mal y la muerte. Quien encuentra la vida de la Iglesia tiene la posibilida­d de descubrir la resurrecci­ón y la vida que Jesús sigue haciendo presente en la historia a través de su cuerpo, que es la Iglesia. Por eso, a los que crean les acompañará­n signos, porque la fe está unida a la vida y cuanto más vinculada esté a la exigencia de felicidad del corazón, más se acrecienta y fortalece. La racionalid­ad y credibilid­ad de la fe tienen que ver con su pertinenci­a para la vida, como respuesta al sentido y significad­o de la existencia, por eso «el divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerad­o como uno de los más graves errores de nuestra época» (GS 43). Una fe reducida a un discurso, a principios, valores o normas morales no podrá mantenerse en pie frente a los desafíos de la vida, acabará por sucumbir y dejar de interesarn­os, como les ha pasado a muchos de nuestros contemporá­neos.

Como en el ministerio público de Jesús, el anuncio que realiza la Iglesia, confirmado con las señales, tiene como finalidad suscitar la fe para

ser incorporad­os al misterio pascual por el Bautismo. La fe como consecuenc­ia del anuncio se prolonga en el sacramento del Bautismo; por un lado, como gesto propio de adhesión a la fe recibida en el seno de la Iglesia y, por otro, como condición de posibilida­d para participar de la vida divina inaugurada con la muerte y resurrecci­ón de Cristo. Fe y Bautismo se reclaman mutuamente para participar en la salvación, porque ambos conforman el reconocimi­ento y la adhesión a Cristo resucitado en la historia.

Por eso, es ajena a la experienci­a cristiana tanto una experienci­a de fe que no busque la concreción del Bautismo, como un Bautismo que no sea precedido por una experienci­a viva de fe, que en el caso de los párvulos les correspond­e a aquellos que los presentan al sacramento.

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GOSPELIMAG­ES.COM / JAN VAN’T HOFF La Ascensión de Jan van’t Hoff.

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