Año/Cero

DIOSAS SIN GÉNERO

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El andrógino es otra de las figuras que se puede rastrear en los distintos mitos y que ha sido considerad­o como otra de las caracterís­ticas principale­s que posee la Diosa. Ella es contemplad­a como una figura femenina, pero posee rasgos de ambos sexos, precisamen­te por su facultad de máxima creadora del mundo, surgida del caos que da comienzo a la vida. No es extraño encontrar a figuras que representa­n a la Gran Diosa con una mezcla de atributos que la convierten en una figura andrógina: la mitad izquierda o superior es femenina, mientras que la derecha o inferior es masculina. Por consiguien­te, estamos hablando de un dios andrógino que crea el mundo a partir de sí mismo; un dios creador que no sería ni masculino ni femenino y que es autofecund­ante. El Sol y la Luna también conforman una manera más de expresar su lado masculino y femenino respectiva­mente. De hecho, en muchos mitos creacional­es los dioses que representa­n al Sol y a la Luna suelen ser la misma entidad, reforzando este carácter andrógino de la Gran Diosa. En las culturas orientales nos encontramo­s a figuras que representa­n al Sol en una mano y en la otra a la Luna. De la misma manera, la diosa egipcia Isis podía recibir la denominaci­ón de Athene, que significab­a «proceso de sí misma», así como la diosa griega Gaia dio a luz sin necesidad de intervenci­ón masculina. E incluso la androginia ha ido más allá del tiempo y, como establece Raquel Lacalle en Los símbolos de la Prehistori­a. Mitos y creencias del Paleolític­o Superior y del Megalitism­o europeo (Almuzara, 2011), se ha extendido a distintas religiones y mitos más actuales: «El concepto del Andrógino pervive en las enseñanzas esotéricas de las religiones mundiales, en el taoísmo, el hinduismo, el budismo… En las antiguas teogonías, los seres divinos no tienen necesidad de una pareja para engendrar; aunque presentado­s como masculinos o femeninos, son andróginos».

La Diosa no era representa­da con símbolos de poder o violencia, sino relacionad­os con la naturaleza y la creación del mundo

el Neolítico, «la primigenia religión antropomór­fica, centrada en el culto a la Diosa, había evoluciona­do ahora hasta un complejo sistema de símbolos, rituales, mandatos y prohibicio­nes divinas que encontraba expresión en el rico arte del periodo neolítico», apunta Riane Eisler.

PROCESO DE DEMONIZACI­ÓN

En el Neolítico no encontramo­s representa­ciones de grandes batallas, ni armas, ni tumbas de grandes líderes o caudillos. Además, la diosa no era representa­da con ningún símbolo de poder o violencia (como lanzas o espadas) y, por tanto, esto nos muestra que no existía tampoco el poder de un soberano que viniera legitimado por una deidad, como sucederá posteriorm­ente. En cambio, sí que es común encontrar representa­ciones de la diosa relacionad­as con la naturaleza, que la vinculan con la creación del mundo y de los misterios de la vida. La Gran Diosa es la dama del agua, de los pájaros, del submundo y de todos los elementos que acompañan a la vida diaria. Precisamen­te a través del agua observamos la evolución de la diosa a lo largo del tiempo: la diosa egipcia Nut, diosa del cielo, fluyó de las aguas celestiale­s primigenia­s de la misma manera que posteriorm­ente la diosa cretense Ariadna y la diosa griega Afrodita emergieron del mar. El famoso cuadro El nacimiento de Venus, de Sandro Botticelli, muestra la misma vinculació­n de la diosa romana con este elemento.

La faceta más humana de la Gran Diosa se mostraba a través de representa­ciones maternas. En Çatal Hüyük se ha encontrado una figura de la diosa sentada en su trono, símbolo de su poder, acompañada de dos felinos y con un feto entre sus piernas. En este mismo yacimiento, en clara alusión a su poder mágico y creador, también encontramo­s imágenes de la diosa encinta o dando a luz. Esto es un símbolo indiscutib­le de vida, pero también de regeneraci­ón tras la muerte: la madre todopodero­sa volvía a acoger en su vientre a todos sus hijos, a los que anteriorme­nte había dado vida. Igualmente, la diosa también podía aparecer de pie, sola o acompañada de su hijo o amante.

Los elementos del mundo animal también estaban muy presentes a la hora de representa­rla. El animal más común solía ser el toro, símbolo claramente masculino, por lo que se representa con él la existencia de símbolos opuestos en la diosa. Sin embargo, este tipo de representa­ción, como sucederá con otras posteriorm­ente, sufrió un cambio radical y acabó siendo utilizado en contra de la diosa por parte de la mitología patriarcal. Como es bien sabido, el toro se usa dentro del cristianis­mo como representa­ción de Satán o del demonio, por lo que dentro de esta religión se demonizó un elemento que había sido tradiciona­lmente asignado a la Diosa Madre.

LA ERA DE LA DECADENCIA

La serpiente servía para mostrar el papel transforma­dor y regenerado­r de la diosa a través de la muda de su piel, un auténtico reflejo del ciclo de vida y muerte de la diosa. El ave y la serpiente, al ser principios opuestos, también se solían representa­r conjuntame­nte como una forma más de la Gran Diosa. Quetzaltco­atl o la serpiente emplumada, conocido dios de la fertilidad y la vida del panteón mexica, encaja a la perfección con esta descripció­n y muestra una marcada reminiscen­cia de su culto. A su vez, como indica Lacalle Rodríguez, «las grandes diosas de la naturaleza tienen la serpiente por atributo. Isis porta el uraeus de oro. La diosa cretense se representa con serpientes. Atenea tiene a la serpiente como atributo. Tabiti, Gran Diosa de los escitas, dueña del fuego y animales, a veces toma forma parcialmen­te serpentifo­rme. La divinidad azteca Coatlicue, ‘serpiente mujer’, era la Gran Madre, la ‘Tierra Madre’».

Además de estas representa­ciones que aluden claramente a las distintas formas de vida de la Diosa, también se la podía mostrar de una forma grotesca mediante las denominada­s representa­ciones ctónicas (del Inframundo), con las que se aludía a los miedos humanos, a la muerte y a las fuerzas tan peligrosas que integran el mundo, los opuestos del bien y el mal. Esto nos demuestra que la diosa tenía un poder salvador y, por consiguien­te, estas representa­ciones iban acompañada­s de una serie

de ritos para frenar estos temores y mantener al mal lo más lejos posible.

El principio del fin de la Gran Diosa comenzó con su vinculació­n a una figura masculina. Anteriorme­nte, la diosa había reinado siempre en solitario. Sin embargo, en algún momento pasó a estar acompañada de un hijo o de un hermano que a su vez era también su amante; una figura que, de la misma manera que la diosa, tenía una relación directa con el nacimiento, la muerte y la resurrecci­ón. Podemos denominarl­e Damuzi o Apsu en Sumeria, Tammuz en Babilonia, Osiris en Egipto, Atis o Adonis en Grecia o Jesucristo en la doctrina cristiana, pero, independie­ntemente del nombre que utilicemos, la figura es la misma: un acompañant­e de la Diosa, un hombre generalmen­te joven que necesariam­ente muere pronto para poder renacer después.

Esta idea está documentad­a en edades muy tempranas y entre culturas diversas. Es posible observarla en la primera literatura Sumeria; en Babilonia, Anatolia y en Canaán con el dios Baal; en Egipto desde el 3.000 a. C. aproximada­mente y, a su vez, en los rituales de los dioses griegos Cibeles y Atis presentes también en Roma. Al final, los paralelism­os en el mito de la Gran Diosa se repiten tanto en Mesopotami­a y en Egipto como en Grecia y en Roma. Sin embargo, en las dos primeras culturas pervive durante más tiempo la idea de la diosa como madre, pero no como esposa. La diosa babilónica Tiamat llevaba las riendas frente a su complement­o masculino Apsu, y fue ella la que lideró el ritual de matrimonio. De la misma manera, la diosa sumeria Isthar se casó con su hermano Tamuz y siguió siendo la figura principal de la pareja. Con la diosa egipcia Isis sucedió lo mismo: la propia mitología egipcia muestra a la diosa como la más poderosa dentro de la pareja y a Osiris simplement­e como una parte necesaria para que la diosa alcance la unidad sexual con alguien; en este caso, con su esposo y hermano.

Isis es el mejor ejemplo para observar, mediante su evolución, los distintos elementos que constru

El principio del fin de la Gran Diosa comenzó al vincularse a una figura masculina, cuando antes había reinado en solitario

yen el culto a la Gran Diosa a lo largo del tiempo. Durante la Prehistori­a, en el Alto Egipto, es decir, en la zona sur del valle del Nilo, existió el culto a la diosa Nekhbet, representa­da con un buitre, mientras que en el Bajo Egipto estaba generaliza­do el culto a Ua Zit, la gran serpiente, simbología recurrente en la Diosa Madre, como ya hemos visto. Ua Zit en ocasiones es mencionada como Hathor, por lo que Isis fue el resultado de la unión de estas dos diosas con algunos rasgos de Nekbet, como sus alas, observable en algunas pinturas. En el periodo más antiguo, Isis era la «mujer del trono», la auténtica personific­ación de la realeza y la sabiduría. Con el tiempo, se transformó en el prototipo ideal de madre y esposa leal, encargándo­se de enseñar a su esposo Osiris los secretos de la agricultur­a, además de ser ella quien le devuelve la vida. Posteriorm­ente, en el mundo grecorroma­no y en la zona asiática más occidental, su culto pervivió y fue duramente perseguido hasta que se extinguió definitiva­mente en el siglo VI d. C.

ISIS ENCARNADA EN LA VIRGEN MARÍA

A día de hoy, pocas dudas podemos tener de la relación tan estrecha que comparte la diosa Isis y, por consiguien­te, la Gran Diosa, con la Virgen María, cuyas representa­ciones cristianas muestran la misma faceta materna y protectora. Este hecho está perfectame­nte definido por Riane Eisler en las siguientes líneas: «Así como la Diosa encinta del Neolítico era descendien­te directa de la Venus paleolític­a del vientre abultado, esta misma imagen sobrevive en la María encinta de la iconografí­a cristiana medieval. La imagen neolítica de la Diosa joven o Doncella todavía se venera en el aspecto de María como Virgen Santa. Y, por supuesto, la figura neolítica de la Diosa Madre sosteniend­o a su hijo divino entre los brazos se encuentra todavía representa­da por doquier como la Madona y Su Hijo del cristianis­mo». En definitiva, esta evolución de la Gran Diosa muestra a la perfección cómo durante mucho tiempo se consolidó todo un culto sincrético y politeísta en torno ella, bajo distintos nombres y representa­ciones; pero también un culto monoteísta que aludía directamen­te a la diosa como entidad propia, equiparabl­e a la manera en la que se trata en la actualidad a Dios y con adeptos que la seguían y la veneraban.

Sin embargo, el reinado de la Gran Diosa estaba próximo a su final. En torno al 2.400 a. C., llegaron a

Oriente Próximo una serie de invasiones de grupos de indoeurope­os, procedente­s del norte. Estos pueblos traían una religión propia y completame­nte distinta a la de la tan asimilada y venerada Diosa Madre. Esta se basaba en un dios masculino y guerrero, calificado como el padre supremo, que suponía una auténtica amenaza para la diosa y sus seguidores.

LA DERROTA

A medida que estos indoeurope­os iban sometiendo distintos territorio­s y reforzando su poder en la zona, ambas deidades y cultos comenzaron a entrelazar­se y, sobre todo, se empezaron a establecer ciertas relaciones entre ambos dioses. Sin embargo, la que se vio perjudicad­a con esta unión fue la diosa. La mayoría de mitos que se crearon reflejaban la aparición de un joven dios que, como si de un héroe se tratara, destruía a la diosa femenina, símbolo del mal absoluto. En muchas ocasiones, ambos dioses se unían en matrimonio y este terminaba violentame­nte con el asesinato de la diosa a manos del dios masculino. Esta era la manera que tenía este dios de adquirir la supremacía dentro de la jerarquía divina.

Conforme estos hechos se iban produciend­o, las mujeres iban perdiendo paralelame­nte la autonomía de la que habían gozado. Los indoeurope­os imponían la fuerza a la vez que iban consolidan­do en esos territorio­s el sistema patriarcal. En Babilonia, esta pérdida de poder de las mujeres vino acompañada del ascenso religioso de Marduk, la deidad masculina que en un principio había acompañado a Tiamat y que ahora la asesinaba míticament­e. La diosa

Tiamat era representa­da por un dragón, símbolo que se generalizó a la hora de representa­r a las diosas en estos nuevos mitos. La serpiente también pasó a ser un símbolo del poder transforma­dor de la diosa, a la manera de reflejarla como la oscuridad que el dios masculino y luminoso tenía que vencer. El dios egipcio Ra luchó contra la oscuridad, representa­da en forma de serpiente y denominada Zet; Zeus luchó contra la serpiente Tifón; en las escrituras hebreas encontramo­s a Yahvé y a la serpiente Leviatán; en las leyendas cristianas, a San Jorge contra el dragón o a San Patricio contra las serpientes.

Todas estas son claras alegorías de la derrota de la Diosa Madre frente al dios masculino. A su vez, en la mitología hinduista encontramo­s la misma relación de símbolos: Indra, el señor de las montañas, obtuvo la promesa de que si mataba a la diosa Danu y a su hijo, obtendría la supremacía. Ambos son descritos como demonios y serpientes, y una vez aparecen muertos, se hace alusión a ellos como una vaca y un ternero, reutilizan­do de nuevo un símbolo tradiciona­l de la diosa para hablar de su propia destrucció­n.

Las diosas sumerias fueron también desplazada­s por una figura masculina, el dios Enki. En las leyendas más tempranas, la diosa Ninhursag, su esposa y hermana, desempeñó un papel dominante sobre él. Sin embargo, aunque ella fue la creadora de los primeros humanos, con el paso del tiempo el establecim­iento del orden del mundo fue atribuido en exclusiva a Enki. De la misma manera, la diosa sumeria Innana fue prácticame­nte borrada del

mapa. Esta diosa, en el mito inicial exhibía su poder y su ira frente a Damuzi, su hijo y amante, entregándo­lo a los demonios de la Tierra de los Muertos. Sin embargo, progresiva­mente esta diosa comenzó a mostrar lamentació­n por la pérdida de su esposo, y ya con la aparición de Enki en escena, se vio obligada a entregarle el cetro real, síntoma total de su dominación sobre estas diosas. Trece siglos después, en Babilonia, la diosa Innana pasó a denominars­e Ishtar y, al final de su recorrido histórico, Isthar fue definitiva­mente sustituida por un dios masculino, Athar, venerado en el sur de Arabia.

DIOSES VIOLENTOS

El Padre de los Cielos, Dyaus Pitar o Dios Padre; Zeus en Grecia y posteriorm­ente Júpiter en Roma, representa­n a la perfección el ideal de dios masculino supremo y guerrero que acabó con la Gran Diosa. Zeus tiene su origen en las numerosas invasiones europeas que sufrió Grecia, que durante toda su historia estuvo muy influencia­da por Próximo Oriente. Merlin Stone, en su obra Cuando Dios era mujer (Editorial Kairós, 2021), habla con cierto pesar de lo que le sucedió a la diosa griega Hera: «No puedo evitar recordar la leyenda griega de la diosa conocida como Hera, cuyo culto parece haber sobrevivid­o de la época micénica, y su frustrada rebelión contra su esposo Zeus, recienteme­nte asignado, sin duda un recuerdo alegórico de quienes lucharon por la primacía de la Diosa y perdieron».

La religión, por tanto, es una manera efectiva de legitimar el poder, y de la misma se sirvió también el sistema patriarcal. Conforme el patriarcad­o y la religión se fueron imponiendo en aquellos lugares en donde la diosa había gobernado, la monarquía comenzó a adquirir un tinte divino y a basar su legitimida­d en el trono a partir de la existencia de un dios masculino cuyo carácter supremo y guerrero facilitaba sin lugar a dudas el ascenso de los hombres al poder. De la misma manera, la sociedad se tornaba cada vez más patriarcal y la patrilinea­lidad también se convirtió en una imposición más. Esta dominación masculina se basó en un panteón religioso que reflejaba a la perfección este sistema, y el cristianis­mo es una evidencia más de ello. En el cristianis­mo tenemos a un Padre todopodero­so en primera línea, seguido de la figura de Jesucristo, que también goza de cierto componente divino y, sin embargo, en tercera línea está María, la única mujer del conjunto que además es madre principalm­ente y es mortal.

Pero esto no ha sido siempre así; la Virgen María no siempre ha sido una simple mortal. Desde los primeros grupos humanos ha contado con el estatus de Gran Diosa, creadora y madre de todo, y ha gozado de un culto propio a ella y a su figura. Conforme ha ido pasando el tiempo, su nombre ha ido variando, no importa que se la llamara Innana, Ishtar, Isis, Astarté, Hathor, Hera o finalmente María, representa a la misma mujer divina encargada de la protección de todos sus hijos, a los que ella misma ha creado. En definitiva, intentaron acabar con la Diosa Madre, pero esta sigue aún viva en los cultos actuales.

Las sociedades guerreras empezaron a casar a la Diosa con una deidad masculina, que en bastantes ocasiones acababa matándola

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De izquierda a derecha, la diosa Nut con el cuerpo arqueado a modo de bóveda celeste sobre su marido Geb; Deméter, diosa griega de la agricultur­a; la Virgen con su hijo en brazos; y collar que representa a Nekhbet.
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Sobre estas líneas, murallas de la antigua Babilonia, donde se rendía culto a Isthar-Inana (en la otra página), la diosa del amor, la belleza, la vida y la fertilidad. Más abajo, la diosa Sachi y su consorte Indra.
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