EL GRITO AHOGADO
A finales del siglo XIII emerge una figura mística cuyas características son marcadamente diferentes a las anteriores. La italiana Ángela de Foligno, terciaria franciscana, fue de peregrinación a la basílica de San Francisco de Asís y, de repente, «al contemplar una vidriera que representa a Jesús abrazando a Francisco, cae al suelo y empieza a gritar. Cuando su confesor, el hermano A. la ve, ordena lleno de ira que la echen de allí», como describe Almudena Otero Villena. La profundidad de lo que sintió Ángela en ese momento hizo que el fraile que recogió sus experiencias, identificado como Arnaldo, se viera incapaz de expresarlas adecuadamente. Por este motivo, el fraile dijo lo siguiente: «En una ocasión, cuando yo releía para que ella misma viera si yo había escrito bien, ella me respondía que yo hablaba secamente y sin ningún sabor y se extrañaba por ello. En otra ocasión me lo explicó diciendo lo siguiente: «Gracias a estas palabras recuerdo aquellas que te dicté a ti, aunque esta sea oscurísima escritura. Estas palabras que me lees no transmiten lo que contienen, por eso te digo que tu forma de escribir es oscura» (II, 52). Sin duda, Ángela no se veía representada en lo que fraile escribía.
Sin embargo, la historia de esta mujer va un paso más allá: antes de dedicar su vida a Dios, estuvo casada y tuvo hijos. Lógicamente, esta vida no le permitía convertirse en esposa de Dios. Pero, de repente, se produjo la muerte de toda su familia y pudo consagrarse a ello. Con un remarcado desapego, así es como Angela expresó la repentina desaparición de su familia: «Acaeció entonces que, según la voluntad de Dios, murió mi madre que era para mí un gran impedimento. Y después murió mi marido y todos mis hijos en poco tiempo. Y como había empezado hacía poco aquel camino y había rogado a Dios que murieran, tuve un gran consuelo para su muerte» (I, 89-93).