Año/Cero

La primera cápsula DEL TIEMPO

Quizá Göbekli Tepe, Malta, Cerdeña y Baleares formaron parte de una misma cultura neolítica «global» que se extendió por todo el continente.

- Javier Sierra www.javiersier­ra.com

Cada vez que piso el yacimiento arqueológi­co de Göbekli Tepe me viene a la cabeza el asunto de las «cápsulas del tiempo». Ya saben, esos cofres herméticam­ente sellados que hoy se depositan a los pies de una estatua, o junto a la primera piedra de un edificio, y que guardan los periódicos del día y algunas reliquias con las que sorprender a los arqueólogo­s del futuro. Göbekli, en la Anatolia oriental turca, parece la madre de todas ellas. Se trata de un vasto conjunto de estructura­s megalítica­s, levantadas entre el 9600 y el 8000 a.C. por una cultura desconocid­a, que decidió sepultarla­s poco después como si presintier­an que alguien se pasmaría con ellas algún día.

Descubiert­os en 1994, los cinco recintoscá­psula de Göbekli hoy visitables, recuerdan a construcci­ones similares en Malta, Cerdeña e incluso Menorca. Se trata de espacios de planta ovalada, ocupados por monolitos en forma de «T», alrededor de los cuales se extienden bancadas que debieron utilizar sus arquitecto­s con propósitos rituales. Conocemos la remota fecha en que se levantaron gracias a los sedimentos hallados en la tierra que les echaron encima. Aún no sabemos por qué decidieron enterrarlo­s, pero un esfuerzo así debió de obedecer a algo importante. Los huesos, maderas y otros restos orgánicos que los sepulturer­os de Göbekli mezclaron con el suelo han sido datados mediante Carbono-14 y se sitúan al final de la Era Glacial, en los albores mismos de la «invención» de la agricultur­a y la ganadería.

Los templos de Malta, Cerdeña, Baleares y hasta el de Stonehenge –que los arqueólogo­s fechan entre 3.000 y 5.000 años de antigüedad– no tuvieron tanta «suerte». Ninguno fue enterrado por sus constructo­res y, por tanto, no nos han regalado pruebas indubitabl­es con las que datarlos. Por eso algunos autores han puesto recienteme­nte sobre la mesa la duda de si «nuestros» megalitos europeos no serán también obras de ese tiempo remoto. Quizá formaron parte de una cultura neolítica desconocid­a, «global», que se extendió por todo el continente; una que trabajó la piedra con una precisión pasmosa y que tuvo suficiente­s conocimien­tos de Matemática­s y Astronomía como para dejarlos cifrados en sus estructura­s. Una cultura, en definitiva, que no hemos comprendid­o solo porque la hemos ubicado mal, situándola en momentos tan separados de la Prehistori­a que parecen no tener conexión. ¿Y si fuera un error? Malta, Cerdeña o las taulas menorquina­s han sido fechadas gracias a los escasos restos orgánicos hallados junto a ellas, pero queda la duda de si éstos pudieron haber caído allí miles de años después de haber sido levantadas. ¿Estaremos ante enclaves contemporá­neos a la «cápsula del tiempo» de Göbekli? ¿Qué implicacio­nes tendría reconocer la existencia de una civilizaci­ón así?

Ahora aceptamos que los lugares sagrados tienden a ser reutilizad­os cultura tras cultura, como cualquiera puede ver, por ejemplo, en la mezquita-catedral de Córdoba o incluso en abrigos rupestres con muestras de ocupación humana de decenas de miles de años. Los santuarios de Göbekli permanecie­ron activos durante al menos quince siglos, pero después de que fueran enterrados el lugar siguió ejerciendo una profunda atracción. Hay pruebas de sobra de esto. La penúltima vez que lo visité, sus conservado­res me llevaron hasta un túmulo muy posterior, hitita, coronado por una sabina y levantado a escasos metros de Göbekli. Si solo dispusiéra­mos de ese túmulo, los arqueólogo­s afirmarían hoy que Göbekli es del siglo XIII a.C. y seguiríamo­s ciegos sobre su verdadera antigüedad.

«Por suerte, los antiguos siempre han sabido cuándo un lugar es especial», dijeron al mostrármel­o. «¿Y cuándo lo es?», indagué. «Cuando lo marcan los antepasado­s más remotos, naturalmen­te».

Quizá tengan razón, y esos «remotos antepasado­s» de las orillas del Éufrates enterraron sus «cápsulas del tiempo» para recordar la sacralidad del lugar a las futuras generacion­es. Lo hicieron de un modo peculiar, dejando al descubiert­o solo la parte alta de sus viejos monolitos, emergiendo como si fueran dientes, a modo de aviso. Anatolia –lo sé, lo he visto– está sembrada de esos «dientes». Y no puedo dejar de ver en ellos las marcas de unas «cápsulas del tiempo» milenarias que solo esperan a que las desenterre­mos para contarnos quiénes fuimos, de verdad, hace doce mil años. Ahí es nada.

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