Chismosos Y AVAROS
El siguiente paso a la queja es el menosprecio a los demás, los insultos y los chismes. Un par de años atrás colaboraba con un programa de radio, donde su directora, cada vez que hablábamos fuera de antena, se dedicaba a insultar y menospreciar a todos los que no le concedían una entrevista, e incluso a los conductores de otros programas semejantes al suyo porque tenían más audiencia.
• Poco a poco me fui distanciando de ella, lo que supuso que al cabo de unos días, me convirtiera en el foco de su ira y de sus críticas. Aunque algunos amigos me advirtieron de que este tipo de personas, cuando se sienten rechazadas, mueren matando, no quise hacerles caso y lo pagué teniendo que aguantar las habladurías que esta mujer estaba vertiendo sobre mí, las cuales además llegaron a enemistarme con gente que yo ni siquiera conocía.
• Los chismosos se mueven por toda una serie de sentimientos oscuros que oscilan entre la envidia, la insatisfacción personal, el egocentrismo, el rencor y la maledicencia. No obstante, quienes hablan mal de los demás no están diciendo nada de nosotros, sino de ellos mismos.
• Una fábula japonesa cuenta que cierto día, un novicio zen que se encontraba sentado en meditación, abrió los ojos y le preguntó a su maestro: «Oh señor, ¿cómo me ve usted?». A lo que el anciano contestó: «Te veo como una hermosa florecilla que se esfuerza cada día por ser más bella». Pero el muchacho, intentando hacerse el gracioso, replicó: «Pues yo le veo a usted como un montón de estiércol envuelto en esos hábitos marrones». Entonces el maestro sonrió y dijo: «Claro, hijo mío, porque cada uno ve lo que tiene en su interior».
• Muchos son los eruditos que nos advierten de que antes de hablar, deberíamos aplicarnos la regla del triple filtro. El primero es la verdad: ¿Estamos seguros de que lo que vamos a decir es cierto? El segundo es la bondad: ¿Lo que vamos a decir es algo bueno? Y el tercero es la utilidad: ¿Lo que vamos a decir resultará útil? Por tanto, si no sabemos si lo que vamos a decir es cierto, ni si es bueno, ni si resultará útil, ¿para qué vamos a decirlo?
• Alguien bueno no tiene que hablar de lo bueno que es, ya que sus acciones hablarán por sí mismas. Solo personas con pronunciadas carencias intentarán convencernos de que son lo que no son, menoscabando si pueden el prestigio de los demás. Como asegura el dicho popular: «Dime de qué presumes y te diré de qué careces».
• El egoísmo lleva implícita la avaricia como seña de identidad. De hecho, el avaro no se siente satisfecho teniendo cada vez más, también desea que los demás tengan cada vez menos que él. Según el budismo tibetano, estos seres, cuando mueran, se convertirán en «espíritus hambrientos»: criaturas constantemente ofuscadas porque no pueden calmar sus apetitos, ya que sus gargantas se han cerrado completamente. Aunque beben, no se sacian; y aunque comen, no pueden tragar, por lo que deambulan gimiendo y llorando de un sitio a otro, presos por la desesperación de sus instintos insatisfechos.
• La tradición del Himalaya nos explica que aquello a lo que estaban más apegados en vida, se ha convertido en cadenas para ellos en la muerte. El deseo insaciable que les corroe por dentro hace que sus ojos siempre estén a punto de salírseles de las cuencas. Aunque tienen cuerpos más sutiles que nosotros, no por ello su sufrimiento es menor.
• Pero debemos tener en cuenta que ser ambiciosos no es lo mismo que ser avaros. En su justa medida, la ambición puede ser un valor que nos haga crecer como personas. En tanto sepamos desligar la avaricia de la ambición, conseguiremos elevar nuestra mirada hacia cotas cada vez más altas, sin que, como a los fantasmas hambrientos, se nos salgan los ojos de las cuencas. Pero para conjugar correctamente el verbo ambicionar, debemos asociarlo a valores virtuosos y separarnos del imperio del lobo negro.
Nuestra sociedad está basada en el egoísmo. Ese es el diagnóstico que hace Manuel Fernández en su libro «Cómo sobrevivir en un mundo de egoístas» (Ediciones Cydonia), en el que también nos aconseja cómo no dejarnos arrastrar por ese sentimiento.