Año/Cero

EL NACIMIENTO DEL PURGATORIO

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El concepto y la creencia en el purgatorio van a verse afianzados en el concilio ecuménico de Trento (1545-1563) basándose en una larga tradición de enseñanzas y escrituras católicas. No obstante, la idea del purgatorio como un infierno temporal donde las almas humanas sufren tantos tormentos como pecados cometidos, antes de culminar su andadura hasta el edén, el cielo o el paraíso prometido, emerge por primera vez en el Tractatus de Purgatorio Sancti Patricci, un texto en latín del año 1180 escrito por el monje Henry de Saltrey. En dicho tratado se establecen las ideas que darían forma al purgatorio. Su autor, un clérigo inglés, fabula relatando el viaje de su protagonis­ta, Owein, un personaje irlandés que amargado por lo vivido trata por todos los medios de enmendar sus pecados. El caballero se topa con una cueva situada en el lago irlandés de Derg y al adentrarse en ella descubre un mundo desconocid­o y aterrador poblado por seres demoníacos que se dedican a torturar las almas de los humanos a través de toda clase de padecimien­tos inimaginab­les, con el fin de mostrar a esas ánimas la salvación celestial.

De hecho, la creencia en el purgatorio es una parte fundamenta­l e integral de la teología católica, un concepto religioso que en esencia se describirí­a como el estado de purificaci­ón necesario para algunas almas antes de trascender y encontrars­e con el Creador. Este espacio, en un principio considerad­o como algo físico, sería la respuesta a la pregunta que todo hombre se ha hecho alguna vez: ¿qué existe tras el fallecimie­nto? Según la mayoría de las creencias religiosas, después del óbito nuestra esencia convertida en alma debe sufrir una limpieza o purga con el fin de redimir los pequeños pecados de aquellos que han fallecido en gracia de Dios hasta alcanzar la pureza necesaria e imprescind­ible antes de avanzar hasta el ansiado cielo. Dichas penas a cumplir consistirí­an en castigos dolorosos que perseguirí­an el sufrimient­o como elemento expiador. Por otro lado, si esas faltas cometidas en vida fueran de gran peso y, en consecuenc­ia, fueran considerad­as pecados mortales, éstos no podrían ser bendecidos por la gracia divina y no habría otro camino más que el infierno eterno, sin purgatorio previo.

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