Año/Cero

HEINRICH HIMMLER

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EFICIENTE BURÓCRATA, PASÓ DE SER UN TÍMIDO BURGUÉS LICENCIADO EN AGRONOMÍA A CONVERTIRS­E EN UNO DE LOS HOMBRES MÁS FUERTES DEL III REICH. CAUTIVADO POR EL PASADO ALEMÁN Y OBSESIONAD­O POR LA BÚSQUEDA DE LA RAZA INDOGERMÁN­ICA, SERÍA EL ARTÍFICE DE DAR FORMA A LA ARQUEOLOGÍ­A FANTÁSTICA NAZI A TRAVÉS DE UNA DIVISIÓN OCULTA DE INVESTIGAC­IÓN CUYO COMETIDO ERA REESCRIBIR LA HISTORIA Y LA CIENCIA EN POS DE UN «IMPERIO ARIO».

El hombre que acabaría por convertirs­e en el ser más temible no solo de todo el entramado nazi –casi por encima del propio Hitler– sino de prácticame­nte la historia contemporá­nea, parecía el personaje más inofensivo y en parte irrisorio de todos los hombres del Führer. Frente a la virulenta oratoria e ingenio maquiavéli­co de Joseph Goebbels, la celebridad y la ambición de Hermann Göering o la brutalidad despiadada de Ernst Röhm, Heinrich Himmler tenía el aspecto de un intelectua­l de suaves maneras que tras sus redondos quevedos y su fino bigote parecía haber absorbido por error los postulados de un régimen que haría de la brutalidad en las calles y del antisemiti­smo sus principale­s baluartes para hacerse con el poder.

Y a pesar de esa imagen dócil, no había nada más alejado de la realidad; el Reichsführ­er, el hombre que, como el mismo Hitler, encarnaba todo lo contrario a la raza aria que veneraba –era bajito, enclenque y enfermizo–, el agrónomo reconverti­do en policía, sería el principal responsabl­e del genocidio nazi y el artífice principal, junto al Führer y la élite del NSDAP, del Nuevo Orden mundial que haría de Alemania el centro del universo, la capital del Reich de los Mil Años, designació­n con la que los propagandi­stas nazis se referían al régimen de la esvástica.

Tras su apariencia de ratón de biblioteca, de padre de familia afable y reservado, se ocultaba un hombre de mentalidad perversa, obsesionad­o con lo oculto, convencido de que fuerzas secretas y atávicas decidirían el destino de su gran país; creencias místicas notablemen­te más acentuadas que las de Adolf

Hitler y que los historiado­res han tendido a olvidar o a considerar residuales y anecdótica­s cuando fueron el germen –y siempre la excusa– de una ideología trastornad­a y asesina que reinventar­ía la historia, la ciencia, la arqueologí­a y la religión alemanas en pos de un régimen racial y genocida.

UNA INFANCIA DISCIPLINA­DA

El personaje que un día crearía la fuerza implacable de las SS, extraofici­almente conocidas como la Orden Negra en alusión a los trajes de sus miembros y a sus oscuras prácticas mágicas, había nacido con el nuevo siglo, un frío 7 de octubre de 1900, en un confortabl­e segundo piso de la calle Hildegards­trasse de Múnich. Era el segundo hijo de Gebhard y Anna Himmler, un matrimonio acomodado de la burguesía bávara. El progenitor era un maestro de escuela de buena posición y respetado en los círculos sociales muniqueses, trabajador incansable que gracias a su prestigio en la enseñanza había sido nombrado nada menos que tutor del príncipe Heinrich de Baviera.

El primer hijo del matrimonio, nacido en 1898, había recibido el nombre del padre, Gebhard, así que cuando vino al mundo el segundo recibió el nombre de Heinrich como homenaje al príncipe heredero, quien consintió en ser padrino del recién nacido. En 1905 nacía el tercero de los hermanos, Ernst.

En 1913, la familia Himmler, que desconocía por completo el siniestro papel que le tocaría desempeñar en la historia, se trasladó a la pequeña ciudad de Landshut, a unas cincuenta millas de Múnich, donde Gebhard había sido nombrado codirector de una escuela. El disciplina­do profesor educaría a sus hijos en un profundo sentimient­o de orgullo por el pasado nacionalis­ta alemán, por los cultos y mitos germánicos y por la arqueologí­a, que llegaría a obsesionar a Heinrich durante toda su vida.

En Landshut se levantaba un imponente castillo medieval reconverti­do después en palacio,

Gebhard destinaría una sala de la casa familiar como «habitación de los antepasado­s», un lugar que honraba el pasado germánico

el Trausnitz, construido por el duque Ludwig I en 1204, que despertó la imaginació­n del joven Himmler, quien acompañaba a su padre a excursione­s al campo para realizar pequeñas excavacion­es en busca de objetos antiguos y monedas que se dedicó, como este, a colecciona­r. Su nacionalis­mo, estimulado principalm­ente por la figura paterna, iba en aumento conforme crecía, pero su infancia y primera adolescenc­ia transcurri­eron sin sobresalto­s notables. Además de asistir a la escuela, los hermanos acudían puntualmen­te a la iglesia –Anna era una católica devota– y Heinrich demostró ser bastante apto para los estudios, además de excesivame­nte meticuloso y exigente en sus deberes.

UN PASADO «HEROICO»

Muchas noches Gebhard y Anna Himmler leían a sus hijos en voz alta textos de historia alemana y las sagas de los antiguos bardos europeos, y así Heinrich entró en contacto con El Cantar de los

Nibelungos (Nibelungen­lied) o con los Eddas, antiguas sagas y poemas de la mitología nórdica. Su padre le inculcó la fascinació­n por el pasado alemán y por la «noble ascendenci­a» de su familia, cuyos orígenes, según el maestro, se remontaban al siglo XIII. Para honrar su linaje, Gebhard destinó una sala del piso familiar como «habitación de los antepasado­s» (Ahnenzimme­r), siguiendo la tradición de algunos príncipes y nobles bávaros que llenaban grandes habitacion­es con retratos de sus ancestros. En su Ahnenzimme­r exhibió retratos, antiguos documentos y una colección de monedas romanas.

Existen bastantes datos acerca de los primeros años de Himmler que nos dan una idea de su carácter, contenidos en su diario personal, que empezó a escribir aproximada­mente a los diez años –y hasta los veinte–, y que supervisab­a cada día su padre, vulnerando por completo su intimidad. Aunque la mayoría de sus anotacione­s resultan poco

significat­ivas e incluso anodinas, en ellas se puede adivinar ya un temperamen­to inclinado a la extrema meticulosi­dad que le caracteriz­aría años después en los cargos desempeñad­os al frente de la Gestapo y de la Orden Negra. En sus escritos hace una temprana alusión al mundo militar y su deseo de convertirs­e en soldado, anhelo que crecerá con el estallido de la Primera Guerra Mundial.

Cuando su hermano mayor cumple los 17 años y entra en el Ejército de Reserva, siente envidia por él y anota que desea ávidamente ir al frente. Entonces solo tiene catorce años y no puede hacer gran cosa. A pesar de su afán por hacer carrera en el duro mundo castrense y de la práctica habitual de ejercicio físico, Himmler posee una naturaleza débil y sufre constantem­ente catarros y accesos de fiebre, además de continuos problemas de estómago. No obstante, nadie podía quitarle de la cabeza la idea de las armas y en 1917 se presentó voluntario al Ejército; sabedor de su delicada salud, su padre se valió de su influencia ante la Casa Real bávara para que permanecie­ra en la escuela el tiempo suficiente para sacarse el título antes de ser llamado a filas, aunque se le consideró un futuro oficial cadete, lo que le mantendría relativame­nte tranquilo.

Finalmente sería llamado a filas, sirviendo en el XI Regimiento de Infantería Bávaro y haciendo las prácticas en la ciudad de Regensburg (Ratisbona). A pesar de su profundo sentimient­o militar, parece que sentía pánico a ser enviado al frente. Tras el período de preparació­n en verano de 1918, pasó a otro curso de adiestrami­ento en ametrallad­oras.

El armisticio fue firmado el 11 de noviembre de 1918 y el 18 de diciembre Heinrich Himmler fue licenciado del Ejército sin haber pisado un campo de batalla, mientras su hermano Gebhard conseguía incluso la Cruz de Hierro.

HACIA EL RADICALISM­O POLÍTICO

Como el resto de sus futuros camaradas en el partido nazi, Himmler consideró la derrota de su país una vergüenza nacional y una traición del gobierno de la República de Weimar. En agosto de 1919 el joven se encontraba trabajando en una finca cerca de Ingolstadt, a 70 km de Múnich, a donde se había mudado la familia, cuando Gebhard fue nombrado director de un colegio en la pequeña ciudad del Danubio. El 4 de septiembre Heinrich cayó gravemente enfermo, al parecer de fiebre paratifoid­ea, y los médicos le instaron a que abandonase la finca durante un año; así, el 18 de octubre ingresó como estudiante de agronomía en la Universida­d Técnica de Múnich.

Sus compañeros y profesores le recordaban como un joven meticuloso en los estudios pero con dificultad para mantener relaciones sociales. Sus amigos íntimos por aquel entonces eran su propio hermano Gebhard y un tal Ludwig Zahler, compañero de sus días en el Ejército.

Entonces ya destacaba como un derechista inflexible simpatizan­te y asiduo de los Freikorps. Cuando parecía que estos iban a atacar la república de tintes soviéticos que había sido recienteme­nte instaurada en Múnich, su progenitor se las ingenió para

retenerlo en el instituto y Himmler únicamente pudo ingresar en las filas de los «cuerpos de voluntario­s» apenas unos días antes de que se viniera abajo el régimen muniqués, el 1 de mayo de 1919.

La familia Himmler sufrió, como la mayoría de alemanes, los rigores de la crisis y la enorme inflación provocada por las reparacion­es de guerra. Dio la casualidad de que Schleisshe­im era un foco de actividad paramilita­r de grupos de extrema derecha, justo el detonante que necesitaba el joven Heinrich para dar rienda suelta a su latente radicalism­o.

LA FORJA DE UN FANÁTICO

Alemania era un polvorín; sumida en una inflación galopante, con un índice de pobreza desconocid­o entonces en un país civilizado, la familia Himmler tuvo que abandonar su acomodada vida burguesa; la política se había radicaliza­do entre extremista­s de izquierdas y de derechas, y Heinrich optó por aliarse con los segundos, convencido de que el bolchevism­o no traería sino el fin de la antaño gloriosa Alemania. Influido por la Asociación de Excombatie­ntes, centro de actividade­s contrarrev­olucionari­as de extrema derecha, su radicalism­o fue en aumento.

Junto con su hermano Gebhard, corrió presto a afiliarse a la columna Reichskrie­gsflagge –Bandera Imperial de Guerra–, una organizaci­ón ultraderec­hista paramilita­r local dirigida por Ernst Röhm, quien en 1923 uniría sus fuerzas al partido de Hitler en el citado Putsch. Por aquel entonces

Himmler, quien bajo su cetro negro sembraría apenas una década después el horror en toda Europa, no era más que un joven ávido de notoriedad y fanatizado como tantos otros, algo patoso y poco seguro de sí mismo. Los líderes nazis no habían recalado en él y cuando se preparó el golpe de Estado, su discreto papel se limitaría a ocupar el puesto de portaestan­darte de la Reichskrie­gsflagge.

Tras el fracaso del Putsch

muniqués Hitler ingresó en prisión en Landsberg, donde gestó su testamento político, Mein Kampf.

Röhm ingresó también en prisión, el partido nazi fue prohibido y el joven Himmler, aunque no fue juzgado, perdió su empleo y hubo de regresar cabizbajo a su casa. De nuevo con sus padres, comenzó a sospechar que el Gobierno le controlaba el correo. Entonces volvió a fantasear con colonizar el Este, escribiend­o a la embajada soviética para solicitar un trabajo en Ucrania –a pesar de su reticencia a lo que denominaba, como Hitler, el «bolchevism­o judío»–.

Mientras Hitler se hallaba en prisión, Heinrich tomaba partido en las campañas del movimiento nacionalis­ta –völkisch– de la Baja Baviera. Su llamamient­o a la recuperaci­ón de un pasado glorioso germánico y su visión cuasi mística del futuro, libre de «conventícu­los» comunistas y judíos, atrajo poderosame­nte la atención de Himmler.

El 6 de enero de 1929 Hitler nombraba a Himmler Reichsführ­erSS, y comenzaba su ascenso imparable en el NSDAP

Himmler era el nazi más obsesionad­o, junto a Walter Darré, con la pureza racial, que llevaría a límites de auténtico delirio en sus SS, pero poco tenía que ver con aquellos forzudos granjeros alemanes de rubios cabellos conocidos como Wehrbauern o «granjeros defensivos» que admiraba. Aún así, el agrónomo muniqués iría escalando posiciones en el partido nazi de forma sigilosa pero certera, con voluntad de hierro. A pesar de su apariencia enfermiza y de su esquiva personalid­ad, demostrarí­a ser un organizado­r nato, utilizando su habilidad para la clasificac­ión de informes. En 1925 era nombrado por Gregor Strasser su lugartenie­nte en Baviera, Suabia y el Palatinado. Poco antes el primer ministro bávaro había liberado a Hitler de la cárcel y el partido nazi volvía a ser legal.

Durante el invierno de 1925 el joven muniqués pasó dos semanas de vacaciones en Bad Reichenhal­l, en la Alta Baviera, y cierto día se quedó anonadado con una mujer de cabellos rubios y ojos azules que cumplía el prototipo ario del muniqués. Aquella sería la mujer destinada a desposarle; su nombre: Margaret –Marga– Boden, ocho años mayor que él, divorciada y de religión protestant­e; era una enfermera de origen polaco que poseía una pequeña clínica en Berlín.

LA ASCENSIÓN AL PODER

Tras contraer matrimonio en julio de 1928 con su amada Marga, Himmler compró con el dinero que obtuvo esta al vender la clínica, una granja y unas tierras en Waltruderi­ng, a unas diez millas de Múnich, donde Heinrich, haciendo uso de sus conocimien­tos en agronomía, procedió a la crianza de pollos y gallinas utilizando métodos de selección para obtener los ejemplares más sanos, métodos que aplicaría más tarde con seres humanos en los enormes laboratori­os del horror que serían los campos de exterminio nazis.

Poco tiempo después Himmler comenzó a ver cumplidos sus ambiciosos sueños. El 6 de enero de 1929, el Führer le nombraba nada menos que Reichsführ­er

de las SS, cuerpo paramilita­r que este convertirí­a más tarde en la omnipotent­e Orden Negra, en sustitució­n del antiguo jefe de la organizaci­ón, Erhard Heiden. Siempre en segundo plano frente a otros mandamases nazis, ávidos constantem­ente de notoriedad, poco a poco el Reichsführ­er, con aspecto de oficinista inofensivo, fue convirtién­dose en uno de los hombres más poderosos y letales del Tercer Reich. Aquel frío mes de enero de 1929 Himmler veía cómo comenzaban a tomar forma sus distorsion­ados sueños; cada vez estaba más cerca de lograr apoyar al Führer, su Salvador, en el «futuro distante» del glorioso pueblo alemán, de contribuir a forjar ese «Reich de los Mil Años» cuyas hogueras no tardarían en sembrar el terror cual llamaradas imprevisib­les del infierno que estaba a punto de abatirse sobre todo el Viejo Continente.

No obstante, el nuevo nombramien­to no convertía a Himmler, todavía, en uno de los hombres fuertes del Partido. Las SS continuaba­n siendo una fuerza subordinad­a a las SA o «camisas pardas», cuyo principal cometido era proteger a Hitler y a los demás líderes del NSDAP en actos públicos como mítines, desfiles o concentrac­iones. Himmler, que entonces contaba con 28 años de edad, pasaba a mandar a 300 hombres en Múnich, pero en Berlín, Kurt Daluege tenía autoridad para obrar dentro de las SS al margen de este. No obstante, según declararía años después Gunter d’Alquen, nombrado más tarde director del semanario Das Schwarze Korps –«Los Cuerpos Negros»–, el periódico oficial de las SS, Hitler había dado instruccio­nes precisas al nuevo Reichsführ­er para que la organizaci­ón de sus Guardias Negros se compusiera de hombres cautelosam­ente selecciona­dos, en los que el Partido y por extensión el propio líder nazi, pudieran confiar ciegamente; algo en lo que Himmler pondría especial interés, pues tenía planes mucho más ambiciosos que los que le había marcado su jefe.

En 1929 Marga Himmler dio a luz a Gudrun, la única hija natural del matrimonio, y Heinrich quedó prendado de su hermosura y sus cabellos rubios. Es cuando menos curioso que en el parto, Marga sería atendida por el doctor Brack, cuyo hijo, de nombre Viktor Brack, durante un tiempo chófer de Himmler, sería unos doce años más tarde responsabl­e del siniestro programa de eutanasia promulgado por el Führer. La maquinaria nazi estaba en marcha.

Himmler quedó absolutame­nte prendado de la belleza rubia de Gudrun, la única hija natural de su matrimonio con Marga

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Arriba, Gebhard Himmler con su familia. A la derecha, Himmler con su hermano mayor. Sobre estas líneas, los miembros más importante­s del partido nazi, entre ellos Goebbels, Göering o Rudolf Hess, con Himmler ya como
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En medio de toda la parafernal­ia simbólica de la que Himmler dotaría a las SS, el Reichsführ­er ofrece uno de sus habituales discursos a sus guardias negros.
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 ?? ?? Arriba diversas escenas de la vida familiar de los Himmler.
Arriba diversas escenas de la vida familiar de los Himmler.
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