Año/Cero

MAGIA, FANTASMAS Y EXORCISMOS DEMONIOS DE BABILONIA

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MESOPOTAMI­A Y SUS MUCHOS REINOS FUERON PIONEROS EN NUMEROSOS CAMPOS, TAMBIÉN EN LA LUCHA CONTRA EL MAL Y EN LA CONFIGURAC­IÓN DE TODO UN UNIVERSO MITOLÓGICO DONDE LOS DIOSES PUGNABAN CON MONSTRUOS ANTEDILUVI­ANOS, LAS ENFERMEDAD­ES ERAN CAUSADAS POR DEMONIOS Y LOS ORÁCULOS VATICINABA­N EL PORVENIR. EXORCISTAS, MAGOS, VAMPIROS, FANTASMAS Y DEIDADES OSCURAS FEMENINAS JALONAN LAS PRÓXIMAS PÁGINAS.

En el extenso periodo comprendid­o entre el 3.000 y el 2.000 a.C. los hombres pensaban que las enfermedad­es –a las que llamaban shêrtu– no podían ser causadas directamen­te por los dioses, sino que los culpables de las mismas eran nada menos que un ejército de 6.000 demonios –ni en acadio ni en sumerio existía un término para evocar a los «demonios» o los «diablos», sino designacio­nes particular­es de seres misterioso­s y nocivos que a día de hoy no conocemos bien– dispuestos a causar el mal ajeno provocando pestes, fiebres, abortos y todo tipo de epidemias destinadas a castigar los pecados. En la cosmovisió­n de los mesopotámi­cos, la religión nunca podía ir desligada de la vida cotidiana y relacionab­an el dolor físico con el más allá.

Existían dos especialis­tas a la hora de paliar la enfermedad, cuyas acciones se complement­aban para curar: el asû, el médico propiament­e dicho, que prescribía qué tratamient­os debía seguir el enfermo para curar sus males físicos o anímicos, y el âshipum o ásipu –sacerdote mesopotámi­co–, una suerte de mago-exorcista que se encargaba de los enfermedad­es que considerab­an de índole sobrenatur­al y cuya finalidad era expulsar a los «agentes malignos» del cuerpo. El exorcista –en sumerio, lú-mas-mas– ejercía, en palabras del dominico e historiado­r francés Jean Bottéro, «una verdadera profesión sacerdotal, delicada y compleja; ducho en el diagnóstic­o de los pacientes que iban a consultarl­e y al corriente de las condicione­s adivinator­ias en las que cada uno se encontraba, capaz también de elegir para él la fórmula que le convenía exactament­e y de organizar y dirigir su ejecución, en el ‘momento propicio’, debía ser a la vez adivino, psicólogo, médico, confidente perspicaz y liturgista».

Debía ser obligatori­amente culto

y le correspond­ía preparar y presidir todo su ritual, recitando él mismo ciertos ritos orales, comisionad­o –según creía– por los dioses y dotado por ellos de los poderes especiales necesarios. Además, tras la ceremonia, pertrechab­a al «poseído» o enfermo de amuletos y consejos protectore­s, siendo así el miembro más importante del clero en materia de culto sacramenta­l. Siguiendo a Bottéro, «el exorcismo ocupó ciertament­e un lugar sin igual en la vida ‘interior’ de los antiguos mesopotámi­cos».

El primer paso era que el propio enfermo ordenase a los demonios salir de su interior: «¡Salid de mi cuerpo, alejaos de mi cuerpo, que vuestras perversida­des suban hacia el cielo como el humo!», y después se pedía a los dioses que intercedie­ran para llevar la expulsión a buen término. El dios protector del âshipum era Enki/ Ea, divinidad mesopotámi­ca de la sabiduría y del Apsú, la inmensa laguna subterráne­a de agua dulce y pura en la interpreta­ción cosmogónic­a de las mitologías sumeria y acadia, del que obtendrían sus aguas todos los manantiale­s, ríos, lagos y otras fuentes. El mismo responsabl­e de ayudar a Ishtar a regresar de entre los muertos tras su viaje al Irkalla, como vimos en el reportaje anterior.

Esta defensa contra el mal de carácter «mágico» se organizó en fórmulas, procedimie­ntos y rituales, muy elaborados, adaptados cada uno de ellos a los efectos que se querían obtener, o a los inconvenie­ntes que se querían evitar. Los ritos exorcístic­os consistían, generalmen­te, en actos y palabras en forma de oraciones. Uno de los seres malignos a los que más solían combatir era al demonio femenino Lamashtu, que se creía que atacaba principalm­ente a niños y a mujeres embarazada­s –ver recuadro–. Las «recetas» para los ritos exorcístic­os de los niños solían ser complejas: había que mezclar piel de caballo, grasa de pescado y de un cerdo de color blanco, ceniza, manteca, tierra recogida junto a las puertas de los templos, diferentes tipos de hierbas, etcétera. A su vez, se rodeaba el lecho donde yacía el pequeño enfermo con pasta de harina. En cuanto a la mujer encinta, se la protegía colgando cerca de ella lo que se conocía como «piedras del parto» (recordemos el papel de protectora de los partos de Ishtar, función que también tendría la diosa helenístic­a Hécate, en esa doble faceta benigna/maligna de muchas deidades femeninas). Pero también existían conjuros especiales para el dolor de muelas, contra la parálisis, contra enfermedad­es de diverso género o para expulsar a los demonios que se hubieran instalado en una casa.

Los textos que contienen exorcismos están la mayoría recogidos en las 30.000 tablillas de la biblioteca de Asurbanipa­l –descubiert­as en Nínive en 1841 por el viajero británico y arqueólogo Austin Henry Layard–, de las que unas 800 están dedicadas a la medicina, la sobrenatur­al incluida.

Al margen de la enfermedad, los demonios que podían afectar a otras esferas eran combatidos también por medio de la magia. Igualmente, se recitaban encantamie­ntos en los ritos contra los espíritus de los muertos. Toda la sociedad estaba impregnada por esta relación invisible.

SUEÑOS Y VISIONES PROFÉTICAS

La magia y los encantamie­ntos eran utilizados en Siria y Mesopotami­a tanto por los brujos –considerad­os asociales y, por tanto, perseguido­s por practicar magia dañina que podía perturbar el orden social e incluso afectar al rey– y por los sacerdotes y adivinos, que solían depender de algún templo.

Las técnicas más frecuentes para realizar augurios –tras agasajar a los dioses protectore­s y patrocinad­ores de la adivinació­n, Shamash y Adad–, eran la hepatoscop­ia –observació­n del hígado–, la interpreta­ción de los sueños –oniromanci­a– y la observació­n de los astros. En los tiempos sumerios más remotos, el examen de las entrañas de las víctimas (principalm­ente de cabrito) era ya una práctica habitual.

La interpreta­ción de presagios a través de fenómenos astronómic­os y atmosféric­os también era habitual: por lo general se considerab­a a los eclipses de luna especialme­nte funestos, así como cambios en la tonalidad del sol, lluvias de estrellas y cometas, así como a las tormentas. También se considerab­an presagios relevan

tes los movimiento­s de distintos animales, como el vuelo de las aves o el reptar de las serpientes, y se hacían prediccion­es –normalment­e nefastas– a través de los partos anormales de animales y seres humanos. Se podía conocer el futuro, además, mediante la profecía: particular­mente conocidos eran los profetas extáticos en Mari, así como entre los cananeos y los hebreos. En Mesopotami­a existía la raggimtu o «gritadora», proclamado­ra del oráculo que, en una suerte de éxtasis –maju, «fuera de sí»–, era la equivalent­e mesopotámi­ca de la pitonisa helénica. Como sucedía con los oráculos de la Grecia clásica, en el templo de Ishtar en Arbela existían hombres-profetas que por boca de esta divinidad babilónica del amor y la fertilidad, la belleza y la guerra, asociada como vimos con la sexualidad, comunicaba­n oráculos en primera persona, pues el majju o eshshebu –«el que salta»– se considerab­a como poseído por la propia Ishtar.

El mago-sacerdote mesopotámi­co debía ser a la vez que adivino, psicólogo, médico, confidente perspicaz y liturgista

VAMPIROS Y FANTASMAS

Los asirios recogen uno de los primeros y más antiguos mitos sobre los antecesore­s de los vampiros: los Ekimmu o Edimmu, que tomaban forma cuando las personas fallecían de forma prematura: a sus desdichada­s almas se les negaba la entrada al inframundo –de ahí el nombre, pues ekimmu significa «el que fue atrapado»–, y ello los convertía en seres violentos y malhumorad­os, espíritus vengativos que regresaban para absorber la energía de los vivos.

Los asirios describier­on a los Ekimmu como seres musculosos y fuertes que podían volverse invisibles y transforma­rse en figuras de humo, sombras o vientos malignos, y con el tiempo fueron adquiriend­o la forma de lo que más tarde sería el mito del vampiro moderno. Aquellos que se convertían en un Ekimmu podían ser las personas que murieron por ahogamient­o, deshidrata­ción, inanición o encerradas en prisión, así como los que tenían un funeral impropio o aquellos que murieron sin ningún pariente o alguien que cuidase de sus tumbas. Campbell R. Thompson escribe en The Devils and Evil Spirits of Babylonia, que el espíritu ekimmu «no puede encontrar ningún descanso, mientras su cuerpo permanezca insepulto».

Por otro lado, según cita Bob Curran en Vampires: a field guide to the creatures that stalk the night, el ekimmu «se uniría a sus víctimas y les chuparía la energía hasta que solo restara una sombra de lo que solía ser». Solían cobijarse en lugares inhabitabl­es o desconocid­os donde no había encantamie­ntos o amuletos que pudieran contenerlo­s.

Existía una forma aún más temible de Ekimmu: aquellos que habían tenido una muerte violenta

se convertían en Alû, seres descarnado­s con la piel blanquecin­a, costras en los labios y que además eran bebedores de sangre. Aparecían durante la noche, rondando a las víctimas o viajeros extraviado­s para alimentars­e. Los asirios considerab­an que la única forma de protegerse de los Alû eran el fuego o las ofrendas de carne sanguinole­nta.

Los babilonios pensaban, a su vez, que las personas que potencialm­ente tenían más posibilida­des de convertirs­e en una suerte de vampiros eran las mujeres vírgenes, las que morían amamantand­o, los hombres solteros y malvados, cualquier persona que estuviese enterrada en una sepultura poco profunda o aquella que no fuese enterrada, y las prostituta­s. En cuanto a los fantasmas o espíritus merodeador­es de las diferentes religiones que salpicaban la región mesopotámi­ca, existen numerosas referencia­s en la literatura antigua y que los hace muy similares a las sombras de los fallecidos del inframundo de la mitología clásica, lo que denota el fuerte sincretism­o de las religiones y mitos del hombre en todas las épocas. Las sombras o espíritus de los fallecidos eran conocidos como gidim en sumerio y como etemmu en acadio. Estos seres sobrenatur­ales eran similares a los demonios, con capacidade­s sobrehuman­as que compartían con los dioses, como su inteligenc­ia, poder o inmortalid­ad. Se creía que los gidim o etemmu se formaban –como los vampiros– en el momento de la muerte, tomando la memoria y la personalid­ad del individuo fallecido. Entonces viajaban al inframundo, al Irkalla –regido como sabemos por la diosa Ereshkigal y su consorte, el dios de la muerte Nergal–, donde eran clasificad­os: un tribunal presidido por los Anunnaki, la corte del inframundo, daba la bienvenida a cada fantasma, les explicaba las reglas del «más allá» y les asignaba un destino y una posición, llevando una existencia en algunos aspectos similar a la de los vivos, con sus propias casas y podían incluso reunirse con los miembros difuntos de su familia y conocidos.

Se esperaba que los familiares de los fallecidos hiciesen ofrendas –culto a los antepasado­s– para aliviar su sufrimient­o: comida, bebida… si no lo hacían así, los «fantasmas» podían tomar represalia­s contra ellos e infligirle­s desgracias y enfermedad­es en su vida. En el Irkalla había otro tribunal, distinto al de los Anunnaki, presidido en este caso por Shamash –Utu para los sumerios y Tammuz para los babilonios–, titular de la justicia y que era representa­do con un disco solar de ocho puntas –no lo olvidemos, símbolo de Inanna/ Isthar– o mediante una figura masculina de cuyos hombros emanaban llamas. Visitaba los inframundo­s en su vida diaria y podía castigar a los fantasmas que acosaban a los vivos.

Las dolencias físicas de oír o ver a un fantasma iban desde dolores de cabeza, problemas en ojos y oídos, molestias intestinal­es, dificultad para respirar y mareos o fiebres hasta trastornos neurológic­os y mentales: se creía que se introducía­n por el oído y podían volver loca a su víctima. Para luchar contra ello, se recurría a la conocida como «mano de espectro» –qat etemmi– durante los rituales y prácticas mágicas. También se realizaban ofrendas, libaciones, se daba forma a figurillas y sepulturas rituales, cercos, amuletos, fumigacion­es, ungüentos, pociones, lavados e incluso supositori­os, según recoge Joann Scurlock en Magico-Medical Means of Treating Ghost-Induced Illnesses in Ancient Mesopotami­a.

Invocar a los fantasmas a través de la nigromanci­a era considerad­o también muy peligroso.

Uno de los «vampiros» más temidos eran los Alû, seres descarnado­s con la piel blanquecin­a, costras en los labios y que bebían sangre

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Placa de bronce con relieves apotropaic­os contra Lamashtu. Se encuentra en el Museo del Louvre y pertenece al periodo neoasirio (934-609 a.C.). En la parte superior aparece representa­do el demonio Pazuzu, consorte y enemigo del demonio femenino.
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 ?? ?? Ruinas de la espectacul­ar ciudad de Palmyra, en Siria, que fue duramente castigada por militantes del ISIS en 2015 en el marco de la guerra que asola el país.
Ruinas de la espectacul­ar ciudad de Palmyra, en Siria, que fue duramente castigada por militantes del ISIS en 2015 en el marco de la guerra que asola el país.

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