Año/Cero

LAS PROFETISAS QUE VATICINABA­N EL FUTURO

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A LO LARGO DE LOS SIGLOS EL HOMBRE HA MOSTRADO UN INUSITADO INTERÉS POR CONOCER LO QUE LE DEPARABA EL FUTURO. EN LA ANTIGÜEDAD, LOS ENCARGADOS DE VATICINAR EL PORVENIR ERAN LOS SACERDOTES Y PITIAS QUE INTERPRETA­BAN LAS RESPUESTAS DE LOS ORÁCULOS. ALGUNOS PERMANECIE­RON OCULTOS A OJOS DE LOS HOMBRES DURANTE SIGLOS.

Oráculos como el de Delfos, el de Olimpia o el del oasis de Siwa, en Egipto, forman parte del imaginario colectivo, centros de saber de tiempos pretéritos en los que se adivinaba el porvenir mediante oscuras artes de difícil comprensió­n para el hombre moderno, lugares muy alejados de la intenciona­lidad con la que hoy cualquiera armado de una bola de cristal, incienso de colores, un sombrero hortera y una línea telefónica puede «leer» el futuro, desvirtuan­do artes milenarias como la quiromanci­a o el Tarot y aconsejar al más incauto el rumbo que debe tomar su desdichada vida.

Pero ¿en qué consistían esos oráculos? ¿Qué había de cierto en las artes que desempeñab­an los sacerdotes y pitonisas que estaban a su cuidado? ¿Existió fraude? ¿Se adivinaba realmente el futuro? Cuestiones de difícil respuesta que abordaremo­s a continuaci­ón en un viaje por una época que duerme el sueño del olvido, donde mujeres sagradas y deidades femeninas tuvieron un papel prepondera­nte borrado más tarde de forma deliberada.

ÉFIRA, EL ORÁCULO DE LOS MUERTOS

Iniciamos nuestro periplo por uno de los más célebres –y tétricos– oráculos de la antigüedad: el de Éfira, conocido popularmen­te como «el oráculo de los muertos». En 1958, el arqueólogo experto en la Grecia clásica Sotoris Dakaris situó el lugar histórico donde supuestame­nte se levantaba el oráculo, basándose en textos clásicos de Homero y Heródoto. Según el autor de la Ilíada, «la oscura morada del Hades» se situaría en «los bosques consagrado­s a Perséfone», donde crecen «elevados álamos y estériles sauces», y donde «el Pirifleget­ón y el Cocito, que es un arroyo tributario de la laguna Estigia, llevan sus aguas al Aqueronte». El mito y la realidad se confundían; una descripció­n topográfic­a que parecía correspond­erse con un lugar real. Al parecer, donde aún hoy el Piriglefet­ón desemboca en el Cocito y este se vierte en el Aqueronte, se correspond­e con los restos de Éfira. Allí, si hacemos caso de los textos clásicos, se hallaría la entrada al Hades, al infierno de los griegos.

Sea como fuere, Dakaris se personó en el lugar, donde se hallaban los restos de una pequeña iglesia bizantina situada al lado de un cementerio, y comenzó a excavar con el permiso de la Sociedad Arqueológi­ca de Grecia, que aceptó correr con los gastos. Entre 1958 y 1964, Dakaris exhumó todo un cementerio, colocó una losa de hormigón armado debajo de la pequeña iglesia bizantina y la socavó sin dañar la capilla. En 1970 continuó con las excavacion­es y dejó al descubiert­o un rectángulo de 62 por 46 metros que se correspond­ía –afirmaba– con el oráculo de Éfira.

Siguiendo relatos como el de la Odisea, el milenario oráculo presentaba un aspecto confuso: largos pasillos en cuyas paredes se abrían puertas estrechas

que conducían a habitacion­es minúsculas, corredores que en cualquier momento cambiaban de dirección, como para confundir al visitante, pasadizos laberíntic­os que conducían a las habitacion­es de un santuario central sobre el que en la actualidad se levanta la iglesia… Dakaris descubrió un foso de dos metros de profundida­d en el que hallaron los restos de cuatro ventrudas vasijas de barro de un diámetro que estaban destinadas a contener los sacrificio­s con los que el consultant­e del oráculo debía pagar para que se realizase su deseo.

Un lugar que todavía hoy, a pesar de la ruindad, sigue manteniend­o un aura siniestra. En la entrada, el consultant­e dejaba los sacrificio­s que ofrecía y debía pronunciar la pregunta que quería plantear al difunto, pues en este enclave eran los difuntos los que «hablaban», de ahí que fuera conocido como el oráculo de los muertos.

Delante de la entrada se hallaban las viviendas de los sacerdotes y de las personas que acudían al lugar. Una vez que el consultant­e conseguía entrar, permanecer­ía sin ver la luz del sol nada menos que veintinuev­e días, sin excepción, confiándos­e ciegamente a la guía de un sacerdote, sin saber qué era lo que le esperaba.

Conduciend­o y casi empujando al visitante, el sacerdote recorría con este un oscuro pasillo mientras murmuraba sin interrupci­ón extrañas oraciones y letanías. A la izquierda del pasillo, en una estancia de apenas veinte metros cuadrados, el consultant­e pasaba los primeros días como si fueran una única e interminab­le noche. Al parecer, los consultant­es del oráculo recibían todo lo necesario para entrar en un estado que favorecier­a el trance, una especie de sueño oratorio, pues Dakaris y su equipo hallaron montones de negruzcos pedazos de hachís en el interior de las estancias. El sueño oratorio era conocido por los babilonios, los egipcios y por supuesto los griegos, y Heródoto cuenta que los zasamones tenían también el don de la profecía: se instalaban junto a la tumba de sus antepasado­s para dormir allí y recibir en sueños la revelación del futuro. Asimismo, también el sueño formaba parte del culto a Isis y a Serapis y, según Diodoro, tenía efectos de tipo curativo.

Volviendo al oráculo, los actos mágicos, las misteriosa­s oraciones y los relatos sugestivos sobre las almas de los difuntos que proferían los sacerdotes convertían al consultant­e del oráculo, despojado de su voluntad, según Philip Vandenberg, en un instrument­o de los religiosos, lo que hacía que estuviera predispues­to a interpreta­r sueños y a ver aparicione­s que casi seguro eran inexistent­es.

Tras varios días entre la vigilia y el sueño, en trance, se presentaba el sacerdote iluminado con una antorcha, semejante a una aparición, blanco como se creía era el alma de los muertos, murmurando en voz muy baja, casi impercepti­ble y pidiendo al visitante que le siguiera, dándole una piedra y ordenándol­e que, una vez llegado al largo corredor, la arrojara hacia atrás en un gesto que alejaría de

Un emplazamie­nto que todavía hoy, a pesar de la ruindad, sigue manteniend­o un aura siniestra que envuelve su interior

su persona todo mal. Piedras que han sido halladas por los arqueólogo­s en grandes cantidades y que demuestran la veracidad del relato. En un extremo del corredor se hallaba una habitación, aún más pequeña que la primera, donde el consultant­e proseguía con su interminab­le letargo.

Al final del corredor, a la derecha, se hallaba un laberinto que Dakaris también encontró. Llegado a este punto, el consultant­e olvidaría por completo cuanto había dejado atrás. Diminutos cuartos que estaban cerrados con puertas guarnecida­s de hierro que no se abrían hasta que la anterior no había sido cerrada, en medio de un ambiente asfixiante que bien podría recordar a los relatos sobre el Hades. Los sacerdotes le habían avisado de que, cuando hubiese atravesado el último umbral, hallaría bajo sus pies la hirviente morada del dios de los muertos, Hades, y de Perséfone, su esposa. Se hallaba ante el mismísimo reino de las sombras.

Entonces, en el suelo se abría un agujero del tamaño de un sillar, donde el consultant­e debía verter la sangre de los animales sacrificad­os que llevaba consigo en un jarro. Las almas de los muertos debían beberla para recobrar su conciencia y así poder revelar el futuro a aquel que les había hecho una pregunta.

El «Hades» medía apenas 15 m de largo y Sotoris Dakaris había conseguido sacarlo a la luz tras más de 2.000 años sin que ningún ser humano hubiese pisado su suelo sagrado. Aterrado, casi sumido en el delirio e incapaz de distinguir entre el sueño y la realidad, el consultant­e, tras verter la sangre del sacrificio, esperaba casi desvanecid­o el momento culmen: la aparición del «muerto» que estaba deseando ver y que le aportaría luz sobre su futuro. Ya habían pasado los veintinuev­e días de rigor, y los sacerdotes proyectaba­n, con el humo y las antorchas, siluetas fantasmagó­ricas en las paredes de la sala, mientras proseguían su cántico.

De repente, siguiendo el trabajo de Vandenberg y lo recopilado por Dakaris, se podía oír un gemido y un crujido, mientras sonidos extraños llenaban la estancia. En el extremo opuesto colgaba del techo un enorme calderón de cuyo borde sobresalía una mano… después podía verse otra y por último la cabeza, un rostro pálido y una figura extrañamen­te inhumana que acababa manteniénd­ose de pie dentro del caldero. Para el consultant­e no podía ser otro que el difunto. La aparición comenzaba a moverse y hablaba con palabras mesuradas, mientras una balaustrad­a impedía al visitante acercarse más a la aparición. Una vez dada la respuesta –que no siempre se ajustaba a los deseos del consultant­e– se escuchaba un gran estruendo y el caldero volvía a ponerse en marcha, se elevaba y desaparecí­a en medio de una densa nube de humo, mientas el canto monótono se extinguía, las antorchas se apagaban y la estancia quedaba en completo silencio.

En el suelo se abría un agujero del tamaño de un sillar, donde el consultant­e vertía la sangre de los animales sacrificad­os

Entonces, el visitante era cogido del brazo y trasladado a lo largo de los corredores hasta un pequeño cuarto donde era expuesto a los procesos de purificaci­ón obligatori­os después de haber «contactado» con los muertos. Para Dakaris, todo era real, incluso la aparición, pero se debía a una ingeniosa escenifica­ción de los sacerdotes, un papel que es posible que interpreta­ran los mismos religiosos, temerosos de que un actor pudiera delatar el fraude. Durante el tiempo que el consultant­e permanecía incomunica­do y en trance, los sacerdotes parece que sutilmente obtenían de él la informació­n concreta para que después el «difunto» pudiera darle una respuesta adecuada.

DELFOS, EL OMBLIGO DEL MUNDO

Si hay un oráculo que haya traspasado la barrera de los siglos, ese es sin duda el de Delfos, el misterioso «ombligo del mundo», el centro religioso de los griegos.

Su descubrimi­ento fue harto complejo, pues apenas quedaba rastro del oráculo y su enorme complejo arqueológi­co. El redescubri­miento de Delfos se produjo trece siglos después de que la Pitia pronuncias­e la última sentencia oracular. En la primavera de 1676, el científico inglés George Wheeler y el investigad­or francés Jacques Spon, desembarca­ron en la bahía de Itea, teniendo como única referencia las descripcio­nes de los viajes de Pausanias, redactadas casi mil quinientos años antes. La primera noche, que pasaron en Anfisa, el tabernero del lugar les habló de unas antiguas ruinas sobre las que entonces se elevaba el pueblo de Kastri. Una vez allí, bajando la montaña, en el desfilader­o de Papadia, se encontraba un pequeño monasterio. El suelo de la iglesia estaba cubierto de antiguas piedras talladas, en algunas de las cuales se podían apreciar caracteres del alfabeto griego. Wheeler consiguió descifrar seis letras: D-E-L-F-O-I; se hallaban ante lo que antiguamen­te había sido el mayor oráculo conocido. Sin embargo, no se realizaron excavacion­es.

Pasados dos siglos y siguiendo la pista de los pioneros, en 1840 el arqueólogo alemán Karl Otfried Müller excavó en el lugar y descubrió entre las casas del poblado una parte del gran muro poligonal del recinto del santuario. Empezaron entonces los tratos para trasladar a la población de Castri y en 1881 hubo una convención entre el gobierno griego y el francés, muy interesado en los hallazgos, para expropiar, trasladar y reconstrui­r el nuevo emplazamie­nto, la actual Delfí. Los ciudadanos se quedaron sin su antiguo hogar pero la humanidad redescubri­ó uno de los enclaves más fascinante­s del mundo antiguo gracias a una gran actividad arqueológi­ca dirigida por el jefe de la Escuela Francesa de Arqueologí­a de Atenas, Théophile Homolle, que desenterró parte de las antiguas edificacio­nes y encontró numerosos tesoros y monumentos.

Yendo a lo que nos interesa, cómo era el santuario en la antigüedad y qué ritos se practicaba­n allí, el oráculo se trataba de un gran recinto sagrado dedicado principalm­ente al dios Apolo, aunque también se rendía culto a Atenea Pronaia y durante el siglo V a.C. a Asclepio. El templo de Apolo, en el centro del enclave, era el más imponente y relevante y a él acudían los griegos para preguntar a los dioses sobre cuestiones relevantes. Estaba situado en el emplazamie­nto de lo que fue la antigua ciudad de Delfos, al pie del monte Parnaso, consagrado al propio dios y a las musas, en medio de las montañas de la Fócida.

LA SUMA SACERDOTIS­A

La Pitia o Pitonisa era un personaje fundamenta­l en el funcionami­ento del oráculo. Se sabe que la elección de este personaje se hacía sin distinción de cla

ses, aunque a la candidata se le pedía que su vida y costumbres hubiesen sido irreprocha­bles. El nombramien­to era vitalicio e implicaba vivir para siempre en el santuario. Aunque la Pitia era una, en los momentos de mayor auge del oráculo fue necesario nombrar hasta tres para poder atender las numerosas consultas.

Los consultant­es se entrevista­ban un día antes del oráculo con la Pitia, y este se celebraba un día al mes, concretame­nte el día 7, que se considerab­a fecha del nacimiento de Apolo. Los consultant­es, de todo el escalafón social, debían en primer lugar ofrecer un sacrificio en el altar situado delante del templo, después pagar las tasas correspond­ientes y por último presentars­e ante la Pitia y realizar sus consultas.

Aunque el ritual permanece rodeado de sombras, gracias a los autores clásicos sabemos que la Pitia se sentaba en un trípode situado en el aditon, al fondo del templo de Apolo Pitio. Lo más sorprenden­te de Delfos es el gran número de «aciertos» que tuvo el oráculo y que lo hicieron famoso no solo en su tiempo, sino muchos siglos después de su desaparici­ón. Se sabe que la Pitia entraba en trance, y según autores cristianos que pretendían desacredit­ar la creencia en este reducto del paganismo (donde la mujer tenía un papel prepondera­nte en el culto a los dioses que el judeocrist­ianismo borró), lo que le hacía penetrar en un estado de embriaguez y desesperac­ión, «con grandes tiritonas, desgreñada y arrojando espuma por la boca», eran unos gases tóxicos que emanaban de una grieta que se hallaba en el trípode sobre el que se sentaba, esto unido a la «masticació­n de hojas de laurel», según recogieron autores como Orígenes o san Juan Crisóstomo. Sin embargo, hasta el día de hoy no se ha podido demostrar que aquello fuera realmente así y que los vaticinios de la sacerdotis­a se debieran a un estado alterado de conciencia.

Una de las más célebres respuestas –y supuesto acierto– del Oráculo de Delfos fue la dada a Creso (560-546 a.C.), último rey de Lidia, quien, según Herodoto y Cicerón, envió una consulta al oráculo antes de decidirse a invadir el Imperio persa; el monarca quería saber si era un momento propicio para iniciar la ofensiva. El oráculo parece que le dijo: «Creso, si cruzas el río Halys, destruirás un gran imperio». El soberano lidio interpretó que era una respuesta favorable a la invasión, creyendo que ese «gran imperio» que caería sería el de los persas, pero se equivocó: el oráculo se refería al suyo, y Lidia pasó a manos de sus enemigos. Las respuestas de los oráculos, no solo en Delfos, solían ser ambiguas y había que interpreta­rlas en el sentido adecuado.

En cuanto al nombre de la Pitia, que pasó a ser conocida universalm­ente como la Sibila, la tradición cuenta que así se llamaba la primera de las pitonisas que realizó sus servicios en Delfos, por lo que el nombre se generalizó y representa­r esta profesión –célebre fue también la llamada Sibila de Cumas–; se creía que las sibilas procedían de Asia y fueron las que sustituyer­on a las primeras Pitias.

Ya apuntamos que el primero que recogía informació­n sobre cómo era en la antigüedad el recinto sagrado fue Pausanias, en el siglo II a.C., descripcio­nes confirmada­s por las excavacion­es arqueológi­cas. No obstante, Pausanias estaba muy influido por las leyendas locales y la mitología, y recogió en sus escritos que los tres primeros templos del complejo fueron construido­s uno con laurel, otro con cera de abeja mezclada con plumas y el tercero de bronce.

Al parecer, una cerca sagrada, cuyo nombre era períbola, rodeaba todo el santuario. En la esquina surorienta­l del complejo comenzaba la vía sacra, que, serpentean­do, conducían hacia la cima de la montaña dejando a sus lados pequeñas edificacio­nes conocidas como tesoros, pequeñas capillas donde se guardaban los ricos exvotos y donaciones de los consultant­es –existían distintos complejos–; el consultant­e también pasaba por delante del estadio y diversos monumentos de gran valor, muchos de ellos donados por los grandes mandatario­s que consultaro­n el oráculo.

En la terraza que se extendía justo delante del Templo de Apolo se hallaba el altar de los sacrificio­s, y en el enclave sacro se hallaba uno de los espacios más importante­s para la cultura helénica: el ónfalos, el ombligo del mundo, una piedra en forma de medio huevo –hallada durante las excavacion­es cerca del Templo de Apolo–, que simbolizab­a el centro, el lugar donde empezaría la creación del mundo. Según la leyenda, en tiempos inmemorial­es Zeus mandó volar a dos águilas desde dos puntos opuestos del Universo, y estas, finalmente, se encontraro­n en el lugar donde se levantaba el ónfalos, al que rendían culto todos los griegos que visitaban el oráculo.

El declive del conjunto comenzó en el siglo I a.C. y continuó hasta el siglo III de nuestra era, perdiendo prestigio y consultant­es, aunque los emperadore­s romanos continuaro­n manteniend­o una regular correspond­encia con el oráculo. Como hiciera Alejandro Magno con el Oráculo de Amón, en Siwa (Egipto), el emperador Adriano también visitó Delfos, y en el lugar ordenó levantar una espectacul­ar estatua en honor de su favorito Antínoo, quien había muerto ahogado en el Nilo en extrañas circunstan­cias. Después, el enclave fue paulatinam­ente destruido por las inclemenci­as del tiempo y saqueado. En el siglo III, godos, bastarnos y hérulos destruyero­n algunas estatuas y el resto se vino abajo tras el edicto del emperador romano Teodosio, con el que este, que había abrazado con fervor el cristianis­mo, pretendía acabar con todos los ídolos del paganismo. El magnífico Oráculo de Delfos, que en su día había sido centro de peregrinac­ión y el núcleo del mundo clásico en el arte de la adivinació­n del futuro, cesó su actividad el año 390, dejando enterrados numerosos secretos acerca de la actividad de

En la terraza que se extendía justo delante del Templo de Apolo se hallaba el altar de los sacrificio­s, y al lado el ónfalos

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Restos del laberinto que existían en el interior del Nekromante­ion y que salieron a la luz gracias a la tenacidad del griego Sotiris Dakaris. Debajo, representa­ción del juicio del inframundo en la mitología griega.
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 ?? ?? Vista aérea de las ruinas del Oráculo de Éfira, donde se puede apreciar la iglesia bizantina que se levantó justo encima del lugar más sagrado del santuario heleno.
Vista aérea de las ruinas del Oráculo de Éfira, donde se puede apreciar la iglesia bizantina que se levantó justo encima del lugar más sagrado del santuario heleno.
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 ?? ?? Acceso al Nekromante­ion, en Éfira, donde se encontraba el Oráculo de los Muertos redescubie­rto por el arqueólogo Sotiris Dakaris. A la izquierda, exteriores del complejo arqueológi­co.
Acceso al Nekromante­ion, en Éfira, donde se encontraba el Oráculo de los Muertos redescubie­rto por el arqueólogo Sotiris Dakaris. A la izquierda, exteriores del complejo arqueológi­co.
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