LAS MÚLTIPLES CARAS DE UNA DEIDAD FEMENINA
En el enorme perímetro que iba de las costas orientales del Mediterráneo al Golfo Pérsico se solaparon una serie de legendarias mujeres con una emparentada polinomasia que sugería unos orígenes semejantes, con valores, atributos y actitudes que mostraban un nexo común, aunque desarrollaron particularidades dependiendo del punto geográfico, a la vez que cultuales (de culto). Inanna/Ishtar fue una de las grandes diosas de la Edad de Bronce, junto a la Isis egipcia y a la Cibeles de Anatolia. En palabras de Anne Baring y Jules Cashford, autoras del magnífico ensayo El mito de la diosa, publicado en castellano por Ediciones Siruela: «Las tres reflejan la imagen de la gran madre cuya figura presidió las civilizaciones más antiguas surgidas entre Europa y el subcontinente indio». Algunos autores, como el antropólogo de la religión comparada E. O. James, señalan que en Egipto se la podía encontrar en las diversas manifestaciones de la diosa-madre, como Namais (una fusión sincrética entre la divinidad egipcia Isis y la babilónica Nanna), y Anata, unión de la citada Isis con Anat, cuando aparecieron en el Nuevo Reino egipcio fuertes influencias semíticas, siendo reverenciada como «señora del cielo», «la señora de los Dioses» o «la hija de Ptah».
Como ya señalamos, es una divinidad en sumo conflictiva porque detenta ambos sexos, masculino y femenino, y en ocasiones un sexo indeterminado. Como mujer tenemos la Ishtar acadia, la Athart o Astarté de los cananeos y la Ishtar sumerio-acadia, manifestación del planeta Venus vespertino. Como deidad masculina, la vemos en Athar, en Arabia meridional; Attar en Etiopía, la Arsu y Azizu del antiguo reino de Aram. Como ser andrógino (hermafrodita sagrado) tenemos a la diosa sumeria Inanna citada, donde se señala que se convirtió en diosa madre una vez que perdió los atributos masculinos que poseía y a la propia Ishtar, de quien se dice que es Marte y Venus a la vez.